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Si todas las puertas se cierran

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +13

El mayor problema que suelen tener las hagiografías -literarias o cinematográficas- es su público. Por complacerle, por darle gusto, el literato o el director suelen embellecer la vida del santo o de la santa en cuestión; hacerlo divino, impecable, adornando el relato con jeribeques imposibles de digerir para el común de los mortales. Así, suelen coincidir -como en una pescadilla que se muerde la cola- la premisa y la consecuencia de las hagiografías, a saber: que su público es bien reducido, y está ganado antes de comenzar. No extraña, por tanto, que muchas vidas de santos hayan resultado y resulten acarameladas y acartonadas, autorreferenciales, insufribles para aquellos de cuya devoción no goza el santo y -mucho más- para quienes no tienen fe.

Hay excepciones, no obstante. Nadie que haya visto Un hombre para la eternidad (A man for all seasons, Fred Zinnemann, 1966) podrá olvidarse de aquella magnífica semblanza de Tomás Moro, capaz de recordar a propios y extraños que los santos, por lo general, fueron hombres y mujeres de carne y hueso, bien anclados en la realidad de su tiempo. Y, por tanto -como todos- heridos, falibles, erráticos a veces, pero pertinaces en su sed de Dios. Sería injusto e irreal comparar la obra maestra sobre el santo inglés con Si todas las puertas se cierran, que gira en torno a la figura de Antonia María de Oviedo y Schönthal, fundadora de la Congregación de Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, a quien da vida Alexandra Ansidei. Ni Antonio Cuadri es Fred Zinnemann, ni esto es Hollywood. Y, no obstante, ambas obras comparten la virtud de ofrecer un retrato creíble y humano de un santo, así como de apelar a un público mucho más amplio que aquel que sigue fiel a la Misa de los domingos. En el fondo, el principal acierto de ambas películas reside en su capacidad para ligar lo mostrado en la pantalla con el tiempo presente: la primera porque apela a conflictos eternos, y la segunda porque establece, de modo acertado, el nexo entre la vida de una monja decimonónica y la de una mujer del siglo XXI que se ve abocada a ejercer la prostitución, y que logra liberarse de tal infierno con la ayuda de las Oblatas. Así, el film narra, en forma de montaje paralelo, la vida de la Madre Antonia y su encuentro decisivo con el Padre Serra (Roberto Álvarez), por un lado, y, por otro, la historia de Sharik (Toyemi), una mujer africana que se prostituye en Madrid para conseguir sacar adelante a su hija y por miedo a las represalias si se niega a ejercer. Junto a Sharik, y a raíz de los conflictos de su hija en el colegio, también Rebeca (Paula Iglesias), la profesora de la niña, que no que no acaba de encontrar su lugar en la vida, se acercará al calor de las Oblatas. Unas monjas que no llevan más hábito que su sonrisa y que, en 15 países de todo el mundo, tienen más de 100 casas en las que ayudan a mujeres en situación de prostitución o de trata a hacer realidad el estribillo de la célebre canción de Nina Simone I Wished How It Would Feel To Be Free con la que, con buen motivo, concluye la película.

Visibilizar la luminosa misión de las Oblatas, que hacen tanto bien con tan poco ruido, y lograrlo de modo equilibrado, sin estridencias ni ñoñerías, es motivo suficiente para perdonarle a Cuadri algunos errores del film, desde el manifiesto exceso de metraje hasta algunas decisiones de casting. La película requiere del espectador cierta paciencia: la acción tarda en arrancar durante la primera mitad de la cinta. No obstante, en la segunda, el director es capaz de ofrecer algunos momentos de maestría cinematográfica, y de llevar la narración hacia un final feliz por el que vale la pena esperar, porque ofrece felicidad esperanzada, felicidad con los pies en la tierra y la mirada en el cielo.

Rubén de la Prida

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