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Sing Street

Caratula de "Sing Street" (2016) - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Jóvenes-Adultos

John Carney, director de Once y Begin again vuelve a explorar los orígenes de una banda juvenil de pop.

Esta vez nos encontramos en un Dublín cuyo ambiente opresivo nos golpea a la primera. El paro causa estragos: la precariedad desestructura las familias, donde los padres beben y zurran a los hijos, los matrimonios se rompen y los hijos hacen lo que pueden, o estudian o se encierran en casa y se frustran lo mejor o lo peor que pueden.

Conor es un chaval majete que ve cómo en su casa las cosas se están viniendo abajo. A la salida del cole está Raphina, la chica de los sueños de cualquier chico. Y decide formar una banda. Su hermano mayor, casi un mentor o un coach, apoyará y guiará, en lo que pueda, sus pasos, enseñándole cuál debe ser la actitud y la garra de un músico. Este es el gran acierto del director: la idea de formar una banda musical es algo alucinante. Es un lugar donde uno y uno de repente pueden sumar un millón; donde uno se encuentra con otros y se produce una revelación recíproca. Todo esto, que es real, que es maravilloso, está en las películas de Carney. Porque la banda de Conor no es un refugio, un círculo impermeable donde aislarse; pero sí es un nuevo cuerpo que permite el crecimiento de sus miembros: la amistad que forja una estrecha colaboración, el desarrollo musical, el cambio estilístico, un nuevo status en el colegio. Y aporta a estos jóvenes, sobre todo, la perspectiva del cambio, amplios horizontes, salir de los límites estrechos, y criticar la realidad que les rodea… Pero aquí se mostrará, también la ambigüedad de este planteamiento. Los nuevos horizontes plantean la disyuntiva de la ruptura o de la evolución. ¿Romper con el pasado, integrarlo, superarlo? Carney se mojará y arriesgará una solución que, si bien le sirve para cerrar con dignidad la película, no tiene por qué ser el camino a seguir.

La cinta tiene también su fuerte dosis de crítica a la educación católica en Irlanda, tema reiterado en multitud de películas y que no hace sino ahondar en una de las llagas de la Iglesia católica en este querido país.

Algunos golpes de humor simpático, algo ácido a veces, equilibran el tono de la película. El acierto de la música es total, no solo cuando nos traen a escena el tecno pop de los 80, de gloriosa memoria; las letras de Conor nos abren a su itinerario vital, felizmente catalizado por Raphina, que crece en la pantalla a cada segundo que pasa. Todo es excitante: grabar, producir un video, vestirse, ensayar, tocar en la fiesta del colegio… Y con esto, que no es poco, nos quedamos. Y con Raphina, of course.

 

 

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