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Sinónimos

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Nadav Lapid (Tel Aviv, 1975) es un director israelí que ha dirigido hasta el momento tres largometrajes: “Policía en Israel” (2011), “La profesora de parvulario” (2014) y esta película que se ha estrenado el viernes y que es, con gran diferencia, la peor de las tres. Si en obras anteriores Lapid exploraba temas como la ideología, el radicalismo, la creatividad y la educación, en “Sinónimos” se adentra en el laberinto de la identidad. Desgraciadamente, no sabe salir de él.

En efecto, esta película cae en todos los tópicos esperables del cine sobre Oriente Medio y, en particular, sobre Israel. En realidad, ya hemos visto este filme en otras ocasiones: un joven israelí trata de dejar su vida atrás y se marcha a otro país para empezar de nuevo. Sin embargo, ¡ay!, su identidad israelí y judía lastra su desarrollo y le crea conflictos, tensiones y un desgarro que lo hace irreconciliable con el resto de la sociedad que lo acoge. En este caso, esa sociedad es la francesa y ese israelí es el joven Yoav (Tom Mercier).

En vano uno espera que, según se va desarrollando la trama que comienza cuando Yoav se queda desnudo y despojado de todo en la capital francesa, Lapid vaya dando al personaje una libertad humana en lugar de sumirlo en un determinismo identitario israelí que, como suele suceder en cierto tipo de cine, es un muro frente a los demás. No sorprende el aplauso que esta historia ha recibido por parte de cierta crítica: al parecer, a ojos de Lapid, ser israelí es una desgracia.

Así, pagado el tributo ideológico de condenar la identidad israelí, todo tiene sentido. Yoav sufre el peso de un Estado que es culpable de todo hasta el punto de haber arruinado su vida no sólo en Israel, sino también en cualquier otro lugar del mundo. Yoav no puede dejar de ser israelí, aunque quiera. La narración es confusa, contradictoria y atormentada como el protagonista. Se supone que es una comedia, pero no tiene gracia, que es lo peor que se puede decir de una comedia.

Por supuesto, el guion parte de una premisa dudosa cuando no directamente equivocada: ser israelí es un problema. En una entrevista, el propio director explicaba cómo había construido el personaje de Yoav a partir de su propia experiencia: «un día, como si hubiera escuchado una voz de la nada, como Juana de Arco o Abraham, me di cuenta de que tenía que abandonar Israel. Vete en este momento, inmediatamente y para siempre. Desarraigarme del país, huir, salvarme de un destino israelí».

Sin embargo, antropológicamente, este punto de partida es absurdo. Uno no está determinado por el lugar en el que nace ni por la cultura en la que crece, pero sobre todo no hay culturas ni países perfectos. Quizás Israel no sea el paraíso, pero desde luego tampoco es el infierno. Este autoodio que la película destila en algunos momentos –la renuncia al hebreo, por ejemplo- convierte a Yoav en un personaje delirante que padece un conflicto identitario, pero que en modo alguno representa la realidad de los israelíes ni, en general, del resto de seres humanos.

Como suele suceder en este tipo de películas, en el fondo, tampoco se salva Europa, que también padece de las contradicciones identitarias. Lo mejor, parece decir Lapid, sería no tener identidad alguna o, al menos, no ser ni israelí ni francés.

Hagan todo lo posible por no verla.

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