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Sobre lo infinito

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Sobre lo infinito viene a dar una vuelta de tuerca al estilo inconfundible que el sueco Roy Andersson inauguró con Canciones del segundo piso (2000), y depuró después en el resto de su trilogía sobre lo humano. Más que una película al uso, Sobre lo infinito es una colección de historias mínimas, cada una de ellas expuesta en un plano secuencia fijo. Como si no quisiera mezclarse con lo que cuenta, Andersson observa a sus personajes desde una notable distancia, de plano general cuanto menos, y los ubica en un mundo frío, pálido y aséptico, en el que incluso una pescadería tiene apariencia impoluta. El film, basado libremente en las Mil y una noches, es un catálogo aleatorio de las emociones humanas, repetidas en bucle a lo largo de la Historia, como el autor quisiera hacernos entender al ubicar sus microrrelatos en diversos momentos del siglo XX. Es verdad que Andersson muestra preferencia por las menos virtuosas de entre tales emociones, riéndose, con su habitual sarcasmo, de lo ridículo que habita en la cara menos amable del ser humano. No obstante, el sueco decide dar al amor un lugar preeminente en su cinta, regalando un momento para el recuerdo: el plano onírico y bellísimo de una pareja de amantes sobrevolando abrazados las ruinas de una bombardeada Colonia.

Es verdad que el cine de Andersson no es para todos los paladares. Su sutilísimo estilo no narrativo, en el que no pocas veces la banda de sonido cobra incluso más importancia que las imágenes, parece poco adecuado para la época de lo inmediato y el sobreestímulo. No cabe duda de que se trata de un cine contemplativo, a pesar del materialismo que en él subyace. Acaso sea precisamente este el más prodigioso de los contrastes de una obra cinematográfica que se construye en base a ellos: el de buscar la trascendencia desde un rotundo nihilismo. Este rasgo constituye una potente conexión con el cine de Bergman, del que Andersson no es heredero, pero sí deudor. La influencia de su compatriota se hace especialmente patente en la presente cinta, sobre todo en los fragmentos dedicados al pastor protestante que pierde la fe -como aquel amargado Tomas Ericsson de Los comulgantes (Ingmar Bergman, 1963). Su particular y explícito vía crucis representa uno de los momentos más indelebles de la cinta, que podría herir la sensibilidad de alguno… Pero que se antoja una metáfora poderosísima del modo en que una Europa desnortada maltrata al cristianismo que le dio sustento.

A quienes acojan su propuesta, Andersson les regalará una singular exploración de lo humano, rayana en un delicado surrealismo. A ellos, la hora y cuarto del metraje les resultará magnética y deliciosa, un manjar cinematográfico. También cabe, sin embargo, la posibilidad de situarse en el bando contrario. Y lo cierto es que no es tan difícil, ante una obra empeñada en roer las fronteras del séptimo arte.

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