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Solo nos queda bailar

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: + 18

“La danza georgiana no son solo pasos, es la expresión de la sangre de nuestra nación”. Con este alegato, en boca del profesor de Merab (Levan Gelbakhiani), comienza la cinta sueca ambientada en Georgia, una declaración de intenciones del joven director sueco con raíces georgianas, Levan Akin (El círculo, Katinkas kalas), poniendo en juego los valores tradicionales culturales y la identidad personal.

Ganadora de diversos premios de cine, como los Premios del Cine Europeo o el Festival de Sevilla, y candidata al Oscar por Suecia, es una película sensible a los problemas de los jóvenes y las aspiraciones artísticas, la vocación personal, el esfuerzo y el tesón, sin necesidad de grandes diálogos ni recursos extraordinarios: los gestos, las miradas y detalles artísticos hablan por sí solos.

Sin duda, lo mejor de la cinta es el afán de superación del protagonista, una lucha interna emprendida desde el momento en que aparece la amenaza, encarnada en Irakli (Bachi Valishvili). Los acontecimientos que se narran servirán de motor para una búsqueda de identidad sexual y artística, cuyo –magnífico e impecable—desenlace supone el final de la batalla.

En esa lucha, el actor ríe, llora, baila, bebe, fuma y se enamora. El ingrediente añadido a la historia es que Merab no se enamora de una chica, como sería lo políticamente correcto en su entorno social y familiar, sino que se enamora de un chico: el guapo Irakli, quien llega por sorpresa a la clase de baile y se interpone de manera descarada entre Merab y su objetivo: conseguir ser elegido en la competitiva audición que le dará una oportunidad como artista.

Es de agradecer la dulce interpretación de Ana Javakishvili como Mary, pareja de baile de Merab, enamorada de él desde la infancia. El director se sirve de este personaje para redimir al protagonista de sus cargas morales, sin necesidad de palabras, tan solo las miradas de complicidad y los abrazos construyen un precioso diálogo emocional que fragua la tierna amistad entre ellos dos.

Los amantes de la danza disfrutarán con este filme, que exhibe de una manera elegante y poderosa la tradicional danza georgiana, con el aliciente de una bailarín que añade su toque personal: unos movimientos de manos y pies que se deslizan sensualmente en contraste con la severidad que representa la presencia varonil frente a la femenina, marcada por el implacable sonido del tambor.

La danza tradicional georgiana es uno de los pilares de la cultura del país y representa uno de los valores más conservadores de su sociedad. Como anécdota, el joven director nacido en Estocolmo, descendiente de la minoría turca expulsada de Georgia tras la II Guerra Mundial, encontró una seria una oposición a la hora de rodar la película cuando quiso indagar sobre la homosexualidad en las aulas del Ballet Nacional de Sukhishvili. Finalmente, la película acabó filmándose bajo amenazas, con guardias de seguridad protegiendo al equipo y antes de su estreno se convirtió en un escándalo nacional.

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