Crítica
Público recomendado: +18
La historia de Nevenka Fernández (deslumbrante Mireia Oriol) que retrata Icíar Bollaín y que toma su título del momento del metraje en el que ella se empodera, de la línea de guion en la que el público aplaudió entusiasmado la noche de su estreno en el Festival de San Sebastián, bien podría haberse titulado de otra manera. Por ejemplo: Manual de gaslighting para pervertidos, Rudimentos del acoso sexual para políticos o Miedo y asco en Ponferrada. Aunque Ponferrada, por supuesto, no es solo Ponferrada: la historia que se narra podría haber acaecido en cualquier tiempo o lugar. De hecho, la protagonista no fue ni la primera ni la última en sufrir tal destino. Muchas, muchísimas antes que ella, lo padecieron; también muchísimas después, aunque para ellas –al menos en España— Fernández supuso una suerte de protomártir, como nos recuerdan los fragmentos de alguna de las tertulias de una célebre dama de la televisión patria, poniendo en tela de juicio —como casi siempre hasta entonces y aún a veces ahora— el testimonio de la víctima; salvando al todopoderoso patriarca.
La conmoción histórica inherente al caso judicial de Nevenka Fernández contra Ismael Álvarez (magnífico Urko Olazábal), que concluyó con la condena de este –y con el exilio de aquella— le hubiera permitido haber sido narrado cómo un thriller épico, como un drama lacrimógeno o, si se quiere, como un film de terror. Pero entonces no lo hubiera contado Bollaín, quien, apegada como como siempre a su estilo cristalino, construye un relato intimista, saturado de los primeros planos de Oriol y Olazábal, que no tienen miedo a la proximidad de la cámara y superan el reto con nota excelente. Rara vez se perturba la transparencia absoluta del discurso; se pueden nombrar, quizás, los planos holandeses en los que el desnivel de la cámara transmite el deslizamiento hacia el abismo de Nevenka —no el de Ismael: él ya estaba allí—. Pero no hay mucha mayor concesión a la ruptura de la marca Bollaín, caracterizada, como siempre, por la excelente dirección de actores, la eficacia narrativa y el relato de corte clásico al servicio de la historia.
Por su propia naturaleza, Soy Nevenka constituye un díptico con la obra que consumó el lugar que hoy ocupa la cineasta en el cine español, Te doy mis ojos (2003). La inevitable comparación con esta cinta, sin embargo, nos revela el debe del film que ahora se estrena. Allí, la madrileña lograba la cuadratura del círculo, y sin dejar de relevar desde el minuto uno que el personaje de Luis Tosar era el victimario, nos recordaba que él era también víctima de todo un sistema patriarcal. Aquí, sin embargo, Ismael resulta en casi todo momento —incluso cuando no quiere— tremendamente malvado: el maniqueísmo, no presente en aquella cinta ambientada en Toledo –y mucho menos en Maixabel, por poner otro excelso ejemplo— se apodera de Soy Nevenka; cuesta reconocer, por ello, una de las trazas característica de Bollaín, a saber: la constatación de la condición humana y falible –y, por ello mismo, redimible en el extremo— incluso de los personajes más abyectos. Asimismo, llaman la atención en Soy Nevenka los momentos de efectismo algo truculento que Bollaín había evitado hasta ahora con admirable pertinacia en su filmografía; una segunda rémora que no le hace falta a su cine, que no contribuye realmente a profundizar en el drama íntimo que se muestra.
Así, si bien debemos celebrar el nuevo aporte de una de las más grandes autoras de nuestro cine, no podemos por menos que levantar acta de las carencias de un film que, aunque notable, ha perdido parte de la complejidad antropológica que caracterizaba su filmografía anterior, cediendo sutilmente al sensacionalismo que forma parte inevitable de nuestra época. Y que, por cierto, la propia Bollaín condena con tanto acierto en Soy Nevenka.
Rubén de la Prida