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Spencer

Caratula de "Spencer" (2021) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

A la vista de la magnífica Jackie (2016), era de esperar que la biografía no autorizada de Pablo Larraín sobre Lady Di iba a ser todo menos un biopic al uso. Lo que no esperábamos, quizá, era “una fábula basada en una tragedia real”, como el film se define a sí mismo en el primero de sus planos. Es difícil saber cuánta fidelidad a hechos concretos contiene el guion salido de la pluma de Steven Knight (en efecto, el padre de Peaky Blinders), pero da lo mismo. Aunque fuera todo inventado, Spencer está imbuida de esa rara propiedad que tienen las buenas fábulas: la de contar la verdad mejor que la verdad misma.

Ambientada en los tres días de la que suponemos la última Navidad de Diana de Gales, la cinta es un verdadero cuento de hadas a la inversa, protagonizado por una princesa que decide vestirse con harapos, que no acierta a entender la esquizofrenia inherente las estructuras del poder, en las que “tiene que haber dos” de cada persona: la variante institucional y el individuo real. Diana, la alteza real que quiso dejar de serlo, que quiso volver a los escenarios desvencijados de su infancia, fue incapaz de renunciar a la conexión consigo misma, con su yo más íntimo. Algo había en su naturaleza que la hacía impermeable a una vida prevista desde antiguo, a una existencia milimetrada y falsa, a la puesta en escena existencial reclamada por Buckingham. A convertirse en “moneda”, en palabras de la Reina Madre (Stella Gonet). Y fue esa rebeldía insobornable la que la llevó, primero a perder la cordura -¿qué Alicia no la perdería en el País de las Maravillas?- y luego, a subir al cadalso, una más entre las consortes de los reyes de Inglaterra, como la Ana Bolena que la obsesiona hasta aparecérsele.

En la narración del descenso a los infiernos de Lady Di confluyen tres fuerzas que desatan una energía cinematográfica descomunal. Una, Kristen Stewart, magnífica e inolvidable, soberbia encarnación de la princesa, tanto en sus gestos y miradas como en una de las mejores interpretaciones vocales de los últimos años. (Si pueden ver el film en versión original subtitulada, no lo duden. Este sí). Dos, un Pablo Larraín en estado de gracia, dispuesto a tirar de todos los registros a fin de transmitir al espectador la angustia existencial de Diana de Gales, su confusión cognitiva, su incursión en el reino de la locura. Costará sacarse de la cabeza los geométricos planos generales del palacio y sus jardines, en su diabólico orden; los rígidos trávelin horizontales como metonimia de la vida intramuros de la realeza; los frecuentes contrapicados de Kristen Stewart -acogotada como un animal salvaje reducido a la cautividad- rompiendo la violenta simetría del plano. Y tres, la sublime partitura de un Jonny Greenwood atrapado entre Johann Sebastian Bach y Miles Davies, que entrega una música a modo de fiel trasunto del mundo interior de los personajes, en especial de la protagonista. Como sucede en los buenos melodramas, pero mejor aún.

Y, ¿qué se esconde detrás de esta obra de arte que es Spencer? ¿Adónde quiere llegar Larraín con su cuento de princesas que desean romper, en mitad de la noche, una alambrada de espinos? Posiblemente, al núcleo mismo de toda fábula. Al deseo irreductible de cada persona por la experiencia del afecto verdadero. A la necesidad que el alma humana tiene de una libertad lejos de todo materialismo y de toda mentira. Así, el film del realizador chileno trasciende con mucho el caso particular de la Cenicienta contemporánea en la que se inspira y aspira, legítimamente, a ser un extemporáneo compendio de los mejores cuentos de hadas. Una terrible, magnífica y omnicomprensiva fábula para adultos. Palabras mayores.

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