Crítica
Público recomendado: +18
Aproximadamente el primer tercio de The Bra es una auténtica gozada. Veit Helmer genera y mantiene el suspense al dejar al espectador manco, sin posibilidad alguna de trazar las conexiones entre dos elementos a priori irreconciliables. De un lado están las múltiples manos femeninas que lavan sus sujetadores durante los poéticos créditos iniciales; de otro, las secuencias siguientes, que giran en torno a bellísimas imágenes de trenes de mercancías circulando por entre los montes kazajos, y constituyen una de las más hermosas declaraciones de amor del cine a su vehículo predilecto que se hayan hecho en los últimos años. La película empieza a descarrilar con la aparición del mcguffin que sostiene sus dos tercios restantes: en su último viaje antes de la jubilación, el maquinista (Miki Manojlovic) se lleva por delante un sujetador tendido en una de las múltiples cuerdas de tender la ropa que cuelgan sobre la vía que atraviesa la localidad en la que transcurre la película -y que su propietaria no tuvo tiempo de descolgar antes del paso del ferrocarril. Así, el viejo ferroviario invierte sus primeros días de retiro en buscar, cual príncipe-mendigo, a la cenicienta a la que corresponde la prenda en cuestión. Todo ello, por cierto, sin mediar palabra alguna: aquí solo hablan los trenes y los rostros.
Ciertamente, el planteamiento de The Bra es tan arriesgado como suculento: hace falta valor para rodar una película muda con un héroe chaplinesco en los tiempos que corren. El largometraje -que se podría haber quedado en corto sin sufrir daños- rebosa, además, la inocencia y humanidad propias de la fábula que es: un cuento atemporal y anacrónico sobre la búsqueda de afecto. Pero el conjunto pierde la magia en cuanto el realizador alemán revela su truco, al hacerlo demasiado explícito. Las sucesivas visitas del maquinista buscando desesperadamente a la mujer tras el sostén -que asocia con aquel que vio de soslayo en uno de sus viajes nocturnos- sirven tan solo de excusa para hacer un recorrido a través diversos arquetipos (¿estereotipos?) de mujer, con sus respectivos enfoques del amor y la sexualidad. Pero no hay profundidad en ninguno de ellos, todos se quedan planos, acartonados. No obstante, tras la buena experiencia del principio, el espectador aguarda que la película, en algún momento, retome el pulso. Expectativa que acaba por desinflarse en la secuencia en la que el jubilado reemplaza al doctor ambulante que llega al pueblo a hacer mamografías. El fragmento, concebido a modo de forzado deus ex machina, acaba por darle el toque de gracia al moribundo relato, del que ya nada se espera -y que tampoco lo da, en su previsible desenlace. Así, lo que podía haber sido una preciosa metáfora sobre el deseo de afecto, materializado en la búsqueda reincidente de la pareja perfecta -tan actual en nuestra sociedad tinder-, se queda en nada. O al menos en nada más que un amago de película tan bienintencionado y fallido como su protagonista, aunque -eso sí- dotado de una excelente fotografía a cargo de Felix Leiberg, que hace que se luzcan, cuanto menos, los trenes del principio.