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The Florida Project

Caratula de "The Florida Project"

Crítica:

Público recomendado: jóvenes y adultos

¿Quién no recuerda aquellos veranos de la infancia en la que uno salía con la pandilla a descubrir el mundo?

Tedio era una palabra desconocida. Aquellos maravillosos y cándidos años, sí. Tiempos de asombro y de estupor ante la presencia de las cosas; amistades y tiempo libre. Un verano en la periferia de Orlando, a las afueras de uno de los parques temáticos más famosos del mundo, Walt Disney World, es aquello que ha querido rodar Sean Baker con la película The florida Project. La protagonista: Moone, una chiquilla de apenas seis años que corretea por el Magic Castle -un motel venido a menos- tramando diabluras con sus amigos, Scooty y Jancey, otros dos chicos que se convertirán en sus compañeros de aventuras. Estos chiquillos se ven obligados a pasar las vacaciones en un mundo alejado del sueño americano; un mundo cruento, doloroso y que lucha por sobrevivir y sacar la vida adelante; se ven condenados -como muchas familias sin recursos- a quedarse en un motel barato, en un mundo paralelo al paraíso artificial que se encuentra a pocos metros.

Sean Baker, el atrevido director de Tangerine (2015), realiza con The florida Project un colorido y fresco canto a la infancia. A través de Moone -magnífica interpretación de Brooklynn Prince, ¡apunta maneras!- y sus amigos, el espectador realiza aquello que hacía años que no hace: descubrir el mundo con los ojos de un niño; un niños que se asombran ante cualquier nimiedad y que quieren disfrutar de unos días de vacaciones. Pasean, juegan, descubren el mundo que tienen alrededor e incluso realizan alguna que otra trastada. No obstante, la inocencia y el deseo de disfrutar chocan con un mundo adulto hostil, preñado de dificultades, ahogos y compromisos de los que son ajenos. Los dos mundos chocan y vence la necesidad de ir sobreviviendo y anteponiéndose al día a día; riñen también la falta de un mundo adulto y la necesidad de que existan adultos capaces de educar a los niños: Halley (Bria Vinaite), la joven madre veinteañera de Moone se ve obligada a trazar un anclaje entre el mundo adulto -que le exige responsabilidades y deberes- y el espejo en el que se mira, Moone, una niña; en este sentido, la falta de un juicio moral por parte del guion y de la película es de agradecer, puesto que Baker se limita a trazar un retrato de las dificultades de unas realidades olvidadas pero muy presentes. Precisamente los adultos que tienen una mirada gratuita y afectuosa con los niños son aquellas personas en las que se fija la protagonista: Bobby (una interpretación estupenda de Willem Dafoe), el gerente del motel, que es lo más parecido a un padre que tiene Moone; su paternidad sobrevuela tanto a la figura de la madre como de hija; Halley rechaza esta relación, aunque la necesite, y Moone se deja querer. El mundo adulto tiene dos caras: una conmovedora y, la otra, desarraigada.

Cabe destacar el final de la película: el director opta por cambiar de cámara y cambiar a una resolución más baja, como si se tratara de un vídeo familiar casero, para grabar la huida de Moone -como si fuera Antoine Doinel en Los 400 golpes-: una huida en busca de un lugar perfecto, donde no quepa ni el dolor ni una obligada separación de la madre por culpa de los servicios sociales. Un paraíso en la tierra.

 

 

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