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Tokyo Shaking

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: Familiar

El hecho de que Tokyo Shaking solo se haya estrenado en dos salas de multicines de Madrid delata la limitada confianza de los exhibidores en su éxito. Y es una pena, porque muchos espectadores se perderán la original historia del director y coguionista Oliver Peyon (tampoco lo conocían ustedes, ¿verdad?) sobre el conflicto entre la vida familiar y la laboral de una responsable de recursos humanos francesa destinada a Tokio. ¿Que dónde radica la originalidad de la propuesta? Pues nada más y nada menos que en que el detonante del dilema interior de la protagonista no es otro que el tsunami del 11 de marzo de 2011, que originó la catástrofe de Fukushima. ¡Cómo no se le había ocurrido a nadie antes! Nada mejor que el accidente nuclear más grave de la Historia para plantear los problemas de conciencia de Alexandra (Karin Viard) ante la disyuntiva entre volar junto con sus hijos a Hong-Kong, donde reside su marido, o permanecer heroicamente en la capital nipona para cuidar de sus empleados. En especial de un avispado senegalés con el que se siente en deuda, Amani (Stéphane Bak), y de una joven japonesa que la admira, Kimiko (Yumi Narita). Acaso el mal entendido y voluntarista maternalismo que Alexandra muestra con ambos (y con el resto de los empleados japoneses) sea su modo de resolver el conflicto. Pero el resultado deviene de un chauvinismo neocolonialista difícil de digerir.

No obstante todo: las rémoras de su endeble guion y su insulsez temática podrían pasarse por alto si la película tuviera, por lo menos, algo de nervio. Si la hubiera dirigido, por ejemplo, el maestro del cine de catástrofes, Roland Emmerich, en cuyo caso Tokyo Shaking podría haber provocado, cuanto menos, una descarga de adrenalina. O, en el otro extremo -si se hubiera querido conservar su parsimonia rítmica y su focalización en lo cotidiano de una situación completamente excepcional- se podría haber llamado a Jim Jarmusch, que hubiera sabido qué hacer para contar que no pasa nada cuando, por una vez, sí que pasa. El abajo firmante debe confesarles que, durante el visionado del film, su imaginación solo podía concebir este tipo de alternativas, provocado por el indecible aburrimiento de una película que ni sabe adónde va ni posee alma alguna. No podía evitar, tampoco, recordar aquel hábil ejercicio de Gus Van Sant, quien, en 1998, tuvo el valor de filmar un remake, casi plano por plano, de la mítica Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960). Lo que muchos vieron como un ejercicio en futilidad cumplía un objetivo bien calculado: demostrar que una película es mucho más que un conjunto de elecciones estéticas más o menos acertadas. Exactamente el mismo film -mismo guion, mismas decisiones de puesta en escena y de montaje- en manos de dos directores distintos, puede tener alma o carecer de ella completamente. De ahí la pregunta sobre qué hubieran hecho otros con el material que Peyon lleva al descalabro. Ante la posibilidad más que cierta de que nunca lo sepamos, queda conformarse con el premio de las malas películas: el de no recomendarlas.

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