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Toy Story 4

Caratula de ""

Crítica

Público recomendado: Familiar

Ubérrima y generosamente preñada de autorreferencias Pixar (Los Increíbles, RatatouilleCoco y Up, esencialmente), hasta el infinito y más allá, la culminación de la portentosa saga de la compañía absorbida por Disney da otra (gloriosa y exigente) vuelta de tuerca a este fascinante mecanismo de relojería suiza. Pixar/Disney nos sigue hablando de asuntos imperecederos. La camaradería, la palabra dada, la esplendidez, el sacrificio, la saludable diversidad del sapiens sapiens, el sentido de pertenencia, la inexcusable filiación humana, tal vez divina. Y, sobre todo, en esta ocasión, triple salto mortal, lo que nos hace constitutivamente humanos. Nuestras retinas fueron hechizadas y colonizadas desde la primera parte de la tetralogía. Hemos sido testigos del tránsito operado en el universo mundo durante los postreros cinco lustros. Toy Story, fiel notario de este devenir. Nos hallamos ante una poderosa reflexión sobre la identidad humana y sus fronterizos y turbadores límenes. Los juguetes adquirían sentido si éstos eran jugados. Reemplazados en la primera parte, coleccionados en la segunda o rotos en su alma por la marcha de sus dueños en la tercera, los juguetes han ido adquiriendo una madurez que concluye felizmente con su plena independencia. Sin humanos.

En esta sazón cinéfaga, el gran protagonista se llama Woody, el eterno vaquero, utilizándose para ello un memorable personaje vicario como detonador de toda la nueva entrega fílmica, Forky, tenedor, o cuchara, o ambas cosas a la vez. Emulsión del desecho, basura metamorfoseada, su reciclaje en juguete predilecto de Bonnie da pie a otra trepidante y aceleradísima sucesión de aventuras y desventuras, rescates y pérdidas, encuentros y desencuentros, amores y desgarros afectivos. Un alocado y medido, valga el oxímoron, tropel de situaciones que sabe diseccionar la diferencia entre celeridad y barullo, entre acopio visual y simple aglomeración sensorial, entre fina delicadeza y controvertible sensiblería. Si hasta ahora la saga completa de los juguetes había transitado entre la índole del cine aventurero, el slapstick, más o menos morrocotudo, más o menos romanticón, o el drama de mejoras personales, esta vez el brinco es apoteósico y enardecido hasta aproximarse, manoseándolo, al trastornado terror gótico, tienda de antigüedades mediante.

Nos reencontraremos con toda la francachela juguetera. el juguete/humano Woody otra vez aliado al desvariado Space Ranger, Buzz Lightyear. Y regresa la pastorcilla Bo Peep, que brotaba en la segunda. Allí comenzó un amorío de embarazosa conclusión entre ella y Woody. La pastora deviene ahora muy bravía, empoderada lo llaman. El amor se respira. El amor como catalizador de la humanización de Woody. Factor clave/llave de la narración. La redención del juguete. Por otro lado, resplandece, por supuesto, el despiporrado Duke Caboom, un motorista canadiense con su estética (y ética setentera), cacharro que fue desechado por su dueño al no poder desempeñar lo que prometía la publi televisiva. También sobresalen dos peluches locoides de feria, Bunny y Duckie, y Gabby Gabby y, sobre todo, una muñeca de porcelana que se transfigura en la ignominiosa prota de la función, arrebujada por sus cuatro pajes, siniestros monigotes de ventrílocuo con las fisonomías del más puro (y queridísimo) cine de terror.

Exponía esplendente el gran director mexicano Arturo Ripstein que “el cine es mejor que la vida, en el cine todas las obsesiones están resueltas, al contrario que en la vida en la que todas las obsesiones se enconan y se vuelven en contra de uno”. Toda la razón. Toy Story 4, evidencia empírica de todo ello.

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