Crítica
Público recomendado: +18
En el aclamado film de Isaki Lacuesta sobre el atentado terrorista en la sala Bataclán de París, lo de menos, en el fondo, es el atentado. Es verdad: la película es un valiosísimo homenaje contra las hierbas del olvido que podrían crecer sobre la memoria de las víctimas. Y también es cierto que Lacuesta consigue dotar a ese preciso momento, el del crimen atroz, de una intensidad sobrecogedora.
Lo de más, sin embargo, es la centralidad del problema del dolor. Lacuesta (como siempre con Isa Campo moviendo por detrás los hilos de un guion impecable) concentra la tragedia sobre una pareja cualquiera, para que no haya nada que deje escapar al espectador de la implicación emocional que le propone. Ellos, Céline (Noémie Merlant) y Ramón (Nahuel Pérez), que estuvieron allá y salieron ilesos de cuerpo y heridos de alma, podrían ser nosotros, nada los hace distintos ni especiales. A no ser el hecho de haber estado en el lugar incorrecto en el momento incorrecto, de haber recibido de bruces el dolor infinito de verse envueltos en una masacre, acompañado de la pregunta ineludible ante el misterio del dolor: ¿por qué yo?
Acaso el gran acierto de Lacuesta sea haber elaborado una suerte de doble exposición de la imagen del sufrimiento humano. Por un lado, a través de un desconcierto que emana del montaje elíptico y de una temporalidad anacrónica por momentos, así como de la confusión puntual que deriva de imágenes, frases o sonidos que no se sabe qué son, o quién las dice, o del relato de los hechos de un modo que nunca pudo suceder. Así, el desbarajuste ocasional del punto de vista de los personajes acerca al espectador, de manera muy inmediata, al desnorte derivado de una experiencia traumática. Hasta aquí el primer sumando de la ecuación del sufrimiento que propone el realizador gerundense. El segundo se sustenta sobre las excepcionales interpretaciones de Merlant y Pérez, que sostienen el conjunto y permiten asistir en diferido al desmoronamiento de una pareja feliz que no es capaz de hacer equipo ante el dolor indecible. Su diálogo a través del vidrio de la puerta de la cocina -que desdibuja sus contornos- para certificar la defunción de la relación, parece el reverso de aquella fusión de una pareja a través del cristal que proponía Wim Wenders en la antológica París, Texas (1984). La incapacidad de Céline y Ramón para afrontar juntos el dolor no es, sin embargo, un problema aislado, sino un mal endémico, como muestra la desmoralizadora secuencia en la que los supervivientes del atentado se leen unos a otros los mensajes de ánimo que van recibiendo de sus compañeros y familiares. “Lo que no te mata, te hace más fuerte”, “Dios escribe recto sobre renglones torcidos”, y cosas por el estilo. Frases hechas, torpes, como muros tras los que esconder el propio miedo o la falta de empatía. Y uno quisiera echarse a llorar, en estos momentos y en muchos otros del metraje, de pura identificación con los protagonistas, de puro no saber ante el misterio del mal y del dolor y de la libertad. De pura indignación porque ya casi nadie nos habla de ello ni nos da las herramientas para afrontar un componente tan nuclear de la vida humana; porque se ha convertido en el último tabú del mundo occidental. Lo cual hace admirar, aún más, la propuesta de Un año, una noche, y calificarlo, poco menos que de un film necesario.