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Un atardecer en la Toscana

Caratula de ""

Crítica

Público recomendado: Adultos

¿Podría una prisión ser la metáfora de la Europa de hoy? Eso cree Maria Linde (Krystyna Janda), escritora polaca ganadora del premio Nobel y afincada en la Toscana cuando instala una jaula la plaza mayor de Volterra. La autora, que se estableció en el país después de la proclamación de la ley marcial en Polonia en 1981, interpela a sus vecinos no sólo con sus obras, sino también con sus palabras: el discurso de aceptación de un premio literario local desata una polémica de consecuencias inesperadas. Linde, polaca de origen judío – con todo lo que eso significa en la Europa en que se perpetró el Holocausto- denuncia los abusos y las injusticias que padecen los refugiados, la insuficiencia de las respuestas gubernamentales, la corrupción y la xenofobia. Se convierte así en una “avisadora del fuego” -permítanme tomar la expresión de Walter Benjamin- que denominó así a quienes alertan de una catástrofe para tratar de evitarla. Esta película, pues, mete en dedo en la llaga de la Europa de nuestro tiempo trazando un paralelismo entre la historia del siglo XX -el comunismo, el fascismo, el nazismo- y la de nuestros días. Linde sufre el ostracismo a medida que su compromiso se hace cada vez más patente.

El director polaco Jacek Borcuch (Kwidzyn, Pomorskie, Polonia) viene trabajando desde 1995 como actor, guionista y director. Este largometraje que hoy nos ocupa es, quizás, su obra más destacada hasta el momento. Toda la cinta gravita sobre la magnífica interpretación de Krystyna Janda, que desplaza a todas los demás. Maria Linde es un personaje profundo, contradictorio -esta esposa, madre y abuela tiene una aventura con un joven egipcio- y, en este sentido, algo previsible, pero dotado de una fuerza dramática innegable. A partir de los consensos de la posmodernidad -la crítica radical a la noción de identidad, la deconstrucción de las categorías de la cultura- Borcuch va construyendo a Linde una personalidad que desborda los habituales “intelectuales” comprometidos a los que nos tiene acostumbrados el cine social de los últimos años, cuya rebeldía sigue bebiendo del viejo profesor Keating de “El club de los poetas muertos”.

Quizás radique aquí la mayor debilidad de la película: a veces cae en el didactismo y socava sus propios esfuerzos por conmover al espectador. Borcuch considera a Europa responsable en buena medida de la crisis de los refugiados y habría que ser un desalmado para no conmoverse con el sufrimiento ajeno, pero el cine tiene posibilidades dramáticas de interpelar al espectador más allá de sus emociones. En este sentido, a veces, cae en cierta previsibilidad que anticipa el discurso de culpabilización de Occidente al que nos tiene acostumbrados cierto tipo de cine. Esto no es necesariamente malo -por supuesto que la autocrítica es deseable- pero ya lo hemos visto muchas veces y corre el riesgo de perder su poder comunicativo.

Con todo, es una película muy interesante.

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