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Una pastelería en Tokio

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica:

Público recomendado: Jóvenes y adultos

Naomi Kawase nos ofrece un bellísimo cuento, una auténtica delicia de emoción y de poesía. La trama argumental es muy sencilla: Sentaro regenta una pequeña pastelería en Tokio y Tokue, una adorable anciana, se ofrece a ayudarle a preparar el anko, la pasta de judías para rellenar los darayaki. Entre ambos se va a establecer una relación de afecto muy especial que incluirá también a Wakana, una colegiala sensible y solitaria.

Los primeros planos sobre la preparación de la pasta y su cocción paso a paso pueden hacer pensar a una película de cocina, incluso con carácter simbólico, como El festin de Babette. Como también la sucesión de las cuatro estaciones, en una obra japonesa, se puede interpretar como la rueda del tiempo, al estilo de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, del surcoreano Kim Ki-duk. Pero no es así. En Una pastelería en Tokio, el tiempo no es repetitivo, sino histórico. Las estaciones son la metáfora de cómo el ser humano elige su trayectoria vital y logra llenar su vida de sentido. La sucesión de las épocas sirve, además, de marco a las reflexiones de Tokue. Y el arte de cocinar es la imagen del arte de crear relaciones valiosas.

Al principio de la historia, los cerezos están en flor y todo huele a primavera, a promesa de vida. Tokue explica cómo la comunión del hombre con la naturaleza exige una actitud de contemplación, de acogimiento, de respeto. Antes, pues, de cocer las judías, hay que «hospedarlas», ver en ellas todas las realidades que han confluido en su camino –el sol, el aire, la lluvia… –, después hay que tratarlas con mimo, dejar que se mezclen suavemente con los otros sabores. Las relaciones hay prepararlas, atenderlas, cuidarlas con delicadeza, para que lleguen a su plenitud y nos brinden sus espléndidos frutos. Así el hombre debe pararse a contemplar con amor los cerezos en flor, la luna, la tierra, a los demás hombres, porque, dice la anciana, «cada uno de nosotros le damos sentido a la vida de los demás».

El verano es justamente el momento de la recolección de los frutos del esfuerzo. Sentaro ha aprendido a dedicar tiempo y amor para elaborar el anko, y los clientes se agolpan en su establecimiento; él, Tokue y Wakana han llegado a crear una amistad sincera que les reconforta el alma. Tienen también un proyecto común, un trabajo que les llena de gozo y les proporciona un modo digno de vida.   

Sentaro está condicionado por el peso de su pasado y, en cierto modo, se ha dejado llevar por los acontecimientos y por el impulso de la adorable anciana. Pero Tokue le ha enseñado que cada hombre debe elegir su propio camino, aunque arrecien la lluvia y el viento y a su alrededor los árboles aparezcan desnudos y tristes. Es el otoño. El sol ya no brilla ni calienta. Es tiempo de tomar decisiones.

El invierno no aparece explícitamente en la película, porque es la época de silencio y soledad, de recogerse para reflexionar y buscar su lugar en el mundo. Cuando el hombre se crece, confía en sí mismo y se hace dueño de su destino –en palabras de Tokue–, en su vida renace la primavera, los cerezos vuelven a lucir espléndidos con su manto de flores y el futuro se le ofrece como una nueva posibilidad.

Naomi Kawase introduce también en la historia una sutil reflexión sobre la enfermedad y la muerte, el dolor y la indiferencia, pero todo orientado al tema central de las relaciones humanas valiosas. Las imágenes son de una extraordinaria belleza, incluso en la misma maraña de edificios y cables de la ciudad donde la naturaleza lograr encontrar su sitio, pero especialmente en el bosque del sanatorio, con sus colores deslumbrantes. Los intérpretes están magníficos, Kirin Kiki como la enigmática anciana que rezuma sensibilidad y Masatoshi Nagase que sin palabras nos deja adivinar su desgarro interior y su proceso de crecimiento. Una película excelente, que transmite sabiduría y gozo de vivir.

 

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