Crítica
Público recomendado: +16
Película estrenada en plataformas
Visitar Varsovia es como sentir un escalofrío. Allá donde debieron de relucir, en otro tiempo, edificios maravillosos, verdaderas obras de arte, se alzan hoy por doquier, como inmensas cajas de cerillas, los inolvidables bloques de pisos que Kieślowski retratara en su Dekalog (1989). Sin duda, el comunismo que oprimió a Polonia tras la Segunda Guerra Mundial es el responsable de la (falta de) estética actual, caracterizada por la línea recta, la ausencia de adorno y el gris omnipresente. Pero a través del film de Eric Bednarski, un documento a caballo entre el documental y el ensayo audiovisual, se entiende que la devastación de Varsovia, que hizo necesaria su reconstrucción como paradigma del horror arquitectónico de la Unión Soviética, tiene su origen en el período inmediatamente anterior. A diferencia de Viena, respetada por los nazis como parte esencial del Reich, Varsovia debía ser desintegrada, convertida en una pequeña ciudad de provincias. El arquitecto Hubert Groß fue el artífice del desmontaje literal, piedra a piedra, de una capital entera, con la excepción de un puñado de edificios, entre ellos la actual sinagoga. Las imágenes del atroz proyecto urbanístico de Groß revelan la preeminencia de dos inmensas torres de vigilancia, que no pueden por menos que constituir un aviso al espectador acerca de la relación entre el espionaje del individuo y los regímenes al margen de la libertad y el derecho. Un tema acaso más actual de lo deseable y, por ello, tan incómodo como los relatos de los múltiples testigos oculares que prestan su voz a la cinta de Bednarski, recordando que la atrocidad nacionalsocialista ocurrió no hace mucho tiempo, en un país no muy lejano.
Dos virtudes innegables hacen que Varsovia, ciudad dividida no sea un documental más sobre el Tercer Reich, y valga la pena invertir los setenta minutos de su breve visionado. La primera de ellas constituye el núcleo mismo del film. Se trata del found footage en 8 mm del cineasta amateur Alfons Ziółkowski, custodiado por su familia y hasta ahora inédito, que aporta un testimonio visual de primera mano sobre el modo de vida en el gueto de Varsovia: el hacinamiento de sus gentes, los registros, el contrabando que permitía abastecer el barrio, etc. Como sucede con otros filmes de no ficción sobre el Holocausto, con Noche y Niebla (Nacht und Nebel, Alain Resnais, 1956) a la cabeza, la veracidad de las imágenes -editadas, por otra parte, con un hábil sentido del pudor- mueve a la conmoción. El otro gran acierto de la cinta lo constituye su acento sobre la destrucción de la Historia de una ciudad presente en sus calles y edificios, a fin de dejar paso a una arquitectura desalmada. De la síntesis entre estos dos temas esenciales emana el corolario esencial del film, a saber, que la aniquilación de lo humano y la destrucción de lo bello caminan necesariamente de la mano.