Crítica
Público adecuado: +18
“Ciertamente, si yo pudiese brindar por la religión después de una comida, brindaría por el Papa. Pero antes por la conciencia, y luego por el Papa.”
San John Henry Newman, Carta al Duque de Norfolk.
En 2016, Martin Scorsese sorprendió a propios y extraños con una obra sobre la identidad religiosa y el silencio de Dios. Más allá de su incómoda ambigüedad, Silencio (Silence) acertaba en su profunda radiografía de la complejidad de la conciencia humana, ese sagrario de la persona que solo Dios conoce. Por otra parte, aun lejos de ser una obra de apologética, se inclinaba ante un cristianismo entendido no como un ridículo conjunto de ritos y normas, sino como una opción tan decisiva que compromete la vida entera. No obstante, molestó a no pocos creyentes su representación de un claroscuro de la fe lleno más de oscuros que de claros, de un Silencio con mayúsculas concebido ante todo como una losa de peso insoportable, rayana en la desesperanza.
Parece que Malick hubiera querido iluminar con A Hidden Life el otro lado del callar divino. El norteamericano comienza su tratado de teología fílmico de modo muy hábil: se muestran imágenes de archivo de Hitler, en el arcaico formato 1,17:1, en blanco y negro. Se despliega ante la cámara, y ante los atónitos ojos del espectador, la fascinación de las masas ante el austríaco vociferante, ante quien creyó por un intervalo que podría llegar a señor del mundo. De repente, sin embargo, el ancho del encuadre deviene panorámico, el color lo inunda todo, y los desfiles de precisión milimétrica ante las gigantes esvásticas son sustituidos por los bellísimos paisajes montañosos de St. Radegund. Así, el contraste con el que Malick introduce al espectador en el mundo de Franz Jägerstätter (fabuloso August Diehl) no podría ser mayor. Franz vive feliz con su familia en el pequeño pueblito: uno más de entre una armónica comunidad de granjeros. Será en el momento en que la peste del nazismo envenene con sus tentáculos hasta este recóndito rincón de la geometría austríaca cuando Jägerstätter comience la resistencia silenciosa a su tiránico compatriota, al que se negará a jurar obediencia. Desde entonces, todos -familia y clero incluidos con la única excepción de su esposa Fani- intentarán convencerle de lo inútil de su empeño. De lo razonable, cuanto menos, de aceptar la potestad del Führer de boquilla, pensando otra cosa en su corazón. La historia es conocida, también en el séptimo arte: la contó ya de modo magistral Fred Zinnemann en Un hombre para la eternidad (A Man For All Seasons, 1966), a propósito de Santo Tomás Moro. Los paralelismos entre los dos objetores son innegables. Ambos decidieron blindar su conciencia con el escudo de un silencio que ayuda a entender el del mismo Dios. Ambos pertenecen a ese núcleo de personas de humanidad tan arraigada que, como dijera Hannah Arendt, no confabularon con el mal no porque no debieran, sino porque no podían. Hacerlo hubiera significado abdicar de su humanidad, por un lado. Y de su fe en Dios, por otro. Un Dios que, en el caso de Franz se hace presente en todas partes: en los prados alpinos, en las cartas de su mujer, en su soledad acompañada de salmos, en los mil pequeños detalles cotidianos en los que Malick centra su mirada. Y en el azul del cielo, claro está. Un cielo que las imágenes de A Hidden Life buscan sin cesar: el uso de las lentes de focal corta, tan propio de Malick, y los encuadres recurrentes en contapicado, hacen que las líneas verticales se inclinen de continuo como apuntando hacia arriba, generando una tensión visual que solo se libera en dos ocasiones, con sendos planos del firmamento que, de repente, lo explican todo.
En uno de los momentos más emotivos de la cinta, Fani le asegura a su hermana que, algún día, entenderemos el porqué de tanto dolor. Malick acierta a mostrarlo, por la vía de la belleza. La humanidad de Franz se antoja tan desbordante, tan atractiva, que todos hubiéramos querido ser él. Entendemos que Franz no quería -como le suponían algunos- ser un héroe, ni un mártir, ni cambiar el mundo. Sencillamente quería ser libre. Y lo fue, compartiendo el silencio de Aquel que sostuvo su esperanza.