Todavía no nos ha llegado más que a través de ese atajo que es internet. Hablamos de la nueva mini-serie inglesa Black Mirror (2011), escrita por el siempre inquietante Charlie Brooker, guionista también de aquel Gran Hermano en mitad de un apocalipsis zombi que era Dead Set (2008). Black Mirror son tres capítulos inteligentísimos, todos polarizados por el impacto de la pantalla (ese espejo negro del que habla el título) y otras tecnologías, en nuestra vida. El resultado es brillante, aunque el veredicto de estos relatos sobre nuestro futuro en un principio se nos antoja es trágico: seremos irremisiblemente víctimas de todos esos artilugios que hemos engendrado; sucederá algo parecido al relato freudiano de la horda primigenia, pero el parricidio se descargará sobre nosotros, los padres de esos engendros digitales que parece que nos potencian, pero que nos merman, nos disuelven, nos destruyen. Eso es lo que parecen contarnos las tres historias que son los capítulos de esta serie. Apocalipsis del bueno en vena, dirían algunos.
Quizás será por la complexión narrativa, no sé, pero tras ver esta serie me he acordado de aquella mítica Twilight Zone (La dimensión desconocida o En los límites de la realidad, en España) (1959-1964), cuya unidad pivotaba exclusivamente sobre el tema que eran casos inexplicables que parecían apelar a explicaciones paranormales y extraterrestres. Así pues, Black Mirror está compuesto por tres historias cacotópicas, trágicas e independientes entre ellas, en las que el espectador se ve conminado a pensar (lo siento por los más superficiales: basta con abstenerse de verla y seguir viviendo en Los mundos de Yupi). Es verdad que ante ellas uno podría objetar que, como le sucede en ocasiones al cine de Michael Haneke, el mundo retratado en su metraje se puede convertir en algo un tanto asfixiante y, por tanto, irreal (o quizás real en un sentido subjetivo, porque es mirado con los anteojos de un depresivo profundo que selecciona lo visto en función de su negativo pre-concepto).
En series así uno se da cuenta del poder del narrador. Por ejemplo, en la segunda de las historias (la más larga y lenta de las tres) se nos hace un interesantísimo retrato de un supuesto futuro en el que, si somos sinceros, nos podemos sentir mínimamente identificados ya en el presente. El hombre se ve reducido, aunque de otro modo, a la pila del sistema que ya era en Matrix (1999). En esa situación homologada y semi-humana, el protagonista, gracias a un enamoramiento, redescubre el criterio que es la propia conciencia o corazón, y, así, de ser un autómata pasa a ser un hombre con un porqué, alguien que podríamos llamar auténtico. Pero el giro último del guión consiste en mostrarnos cómo el sistema también prevé esto y es capaz de convertir esa autenticidad en un mero producto de consumo. Hasta ahí la tragedia. Sin embargo, y pese a todo, el relato no miente, porque el protagonista puede escoger libremente entre venderse (y olvidar) o ser hombre (algo que el sistema convierte en muy humillante y plagado de carestías, sólo soportables en función de un bien mayor, que se decía antes). O sea, que no sólo se nos confronta con un espejo negro, sino que éste nos refleja dándonos pistas sobre lo que hay que buscar en la vida, aunque en la pantalla no se nos solucione el tema.
Se trata, pues, de una serie apocalíptica en un sentido bíblico, ya que quien se presta a un visionado activo de sus capítulos puede re-enfocar su mirada sobre el mundo real, pues sabe que si no quiere reducirse a sí mismo a mercancía tiene que encontrar algo que le permita, llegado el caso de la elección, escoger como lo hace Walt Kowalski (Clint Eastwood) en Gran Torino (2008) y no dimitir de hombre, algo que, podríamos decir, es la causa más importante de esta crisis que sobrellevamos, en la que parece que la causa primera (como decían antes) no es otra que la reducción económica de la realidad. Por un lado, todos parecemos estar de acuerdo con encantadoras fórmulas como que no todo se compra y se vende. Y, pese a todo, vemos que muchos de los que pertenecen a las clases privilegiadas de nuestra sociedad (sean políticos, empresarios o aristócratas) aparecen constantemente en los telediarios por aceptar como deporte prácticas como el nepotismo, el tráfico de influencias, el mangoneo, el soborno, el convoluto y la roldanesca (que diría Umbral).
Y lo triste de todo no es solo eso. Lo verdaderamente estremecedor es que estos personajes son nuestras estrellas, aquellos en los que nos miramos para descubrir dónde se realizan nuestros deseos: queremos sus coches, sus casas, sus parejas, su ritmo de vida, etc. Incluso llamamos éxito al hábitat en que ellos habitan. Por eso, en cierto modo, el guionista de Black Mirror, el ya mentado Charlie Brooker, no falta al realismo cuando hace que su protagonista escoja la fama en vez de algo tan improbable y a la vez tan satisfactorio como la gratuidad, que a tantos parece ya una quimera.
Quizás por todo esto podemos afirmar que este tipo de series son interesantes. Porque, igual que la crisis nos confronta con lo que realmente nos sostiene en la vida, este tipo de productos culturales hacen emerger en nosotros la pregunta concreta por la verdadera satisfacción. Y la respuesta que hay que encontrar no puede ser un ideario o un dogma, sino algo tan increíblemente carnal, evidente, histórico y amable que nadie se atreva a dudar de ello cuando llegue el momento de su elección.
Jorge Martínez Lucena
Jorge Martínez Lucena es profesor Agregado de Teoría de la Comunicación y Antropología en la Universitat Abat Oliba CEU de Barcelona. Es también autor de varios libros sobre cine y teleseries y colabora periodísticamente con distintas publicaciones como El debate de hoy, CTXT, Mundo Negro, El Ciervo, Il Sussidiario, etc.