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Years and years

Una de las emociones que predominan en la vivencia de nuestra realidad trepidante es la de la angustia; una especie de miedo a lo desconocido, a un porvenir indeterminado que se intuye, por lo menos, fatídico. Y, para este mal, la distopía es quizás la mejor medicina dentro del mundo del entretenimiento, porque permite hacer consciente aquello que nos amedranta y afrontarlo con las armas de la razón, o, en el peor de los casos, acumular más ansiedades que nos lancen de nuevo al consumo y al mercado.

Black Mirror (2011-), Westworld (2016-), El cuento de la criada (2017-) o Altered Carbon (2018-), son una pequeña muestra del rico bazar de las series en cuanto a este indispensable condimento de la vida posmoderna. Todas ellas son excelentes producciones con una altísima dignidad cultural. Son dispositivos afinadísimos con el objetivo de despertar preguntas antropológicas y metafísicas, así como para desencadenar razonamientos quirúrgicos que te abren el pecho en canal.

La tradición distópica tiene un origen británico. Clásicos literarios del género como 1984, de Orwell, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley lo acreditan. Y la televisión, pese a ser eminentemente norteamericana, también tiene buenos ejemplos de distopía isleña, como las ya indiscutibles obras de Charlie Brooker –Black Mirror y la menos conocida mini-serie Dead Set (2008)-, la injustamente olvidada Utopía (2013-2014), o ésta que nos llega ahora, como un regalo del cielo de la HBO, Years and Years (2019-), creada por el veterano Russell T. Davies, guionista en series como Queer as Folk (200-2005) o la infinita Dr. Who (2005-), así como creador de spin-offs como Torchwood (2006-2011) o Las aventuras de Sarah Jane (2007-2011).

Con gran abundancia de relaciones gays y lesbianas, una constante en la obra de Davies, como se puede apreciar, por ejemplo, en los tres proyectos televisivos que compatibilizó en 2015 –Banana, Cucumber y TofuYears and years juega a proyectar cuál va a ser nuestro futuro habida cuenta de lo que ya sabemos. Episodio tras episodio nos deslizamos hacia el porvenir a medio y largo plazo de una familia británica de Manchester que intenta sobrevivir a la que se nos viene encima. Spoiler: No todos lo consiguen.

Con una estética muy punk y gamberra, con personajes humanos aunque extremos hasta el esperpento, esta mini-serie de seis episodios que saben a poco nos pone ante la mutación cultural en la que andamos inmersos. De la mano de grandes actores británicos, conocidos especialmente en el mundo televisivo, y de una gran diva como Emma Thompson, que interpreta un papel secundario aunque emblemático, el espectador oscila entre la hilaridad, provocada por situaciones desquiciantes, y la inquietud intravenosa inoculada por la fotografía grotesca de aquello en lo que, inminentemente, nos vamos a convertir (o en lo que ya nos hemos convertido): títeres en manos de un poder que se vale del relativismo para justificar su propia existencia más o menos arbitraria.

La retahíla de temas que se hilvanan uno tras otro en los intensísimos episodios van desde las fragilidades personales del individuo de la era digital hasta las nuevas hojas de ruta políticas, tanto nacionales como globalizadas. Explosiones nucleares, populismos de derechas y de izquierdas, corrupción política, posverdad y espectáculo, neoliberalismo salvaje, bancarrotas, empleo precario, interculturalidad congénita, normalización LGTBI, transhumanismo, nuevas familias, exclusión social, calentamiento global y consecuencias ecológicas, derecho a la privacidad, grandes migraciones, problemas de refugiados, impacto de la tecnología en nuestras vidas, control social, etc. No se nos escatima nada.

Sin embargo, la teleserie no se conforma con ser un relato meramente premonitorio, sino que además tiene algo de admonitorio. Con una velocidad y contundencia que a alguien le puede parecer incompatible con el pensamiento, Years and Years conmueve y consigue arrastrar por nuestros cerebros ideas interesantes, desde un acontecer caótico que recuerda a un concierto de los Sex Pistols o de The Clash. Lo verdaderamente extraordinario es que toda esa hybris de apariencia ingobernable consiga aterrizar en reflexiones de calado sobre la banalidad del mal y la necesidad de tomar partido en lo que está sucediendo hoy a nuestro alrededor. Reflexiones que recuerdan a las de Hannah Arendt o de Zygmunt Bauman. O sea, que nada mal.

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