Crítica
Público recomendado: +16
Dicen en estos días los menos avisados -se lee, incluso, en algún que otro artículo de prensa- que Cerrar los ojos es el retorno cinematográfico de Víctor Erice, treinta años después de El sol del membrillo, esa obra nuclear de su filmografía. Es falso. Erice siempre estuvo ahí, y el cine con él: su dedicación al séptimo arte es necesaria, no contingente. El cineasta -podemos afirmar, parafraseando al propio Erice- se distingue del director en lo que su labor tiene de existencial. Es lo que otros teóricos del cine llamaron la diferencia entre el artista y el artesano. Entre el autor y el realizador sin más. Así, desde aquel laureado documental sobre el pintor Antonio López, Erice nunca ha dejado de alimentar con su obra la Historia del Cine de la que ya es parte. Su cortometraje Alumbramiento / La morte rougue (2002), pieza autobiográfica que debería estudiarse en primero de cualquier escuela de cine; el episodio Vidrios rotos, parte de un film rodado al alimón con sus amigos Pedro Costa, Manoel de Oliveira y Aki Käurismaki; su suculenta correspondencia con el excelso Abbas Kiarostami, y alguna videoinstalación dan cuenta de su incesante actividad. Otra cosa es que dicha actividad, medida según los cánones hiperproductivos y eficientistas del capitalismo, se antoje escueta o lenta. Afortunadamente, el arte y la poesía, los de verdad, aquellos que tienen carta de ciudadanía en la eternidad, no se dejan coaccionar por intereses espurios. Son puros, pobres y sublimes. Como todo el cine de Erice, como el film que nos ocupa, al que volvemos.
Cerrar los ojos comienza en Francia, en una villa llamada Triste le Roi. Un adinerado judío, a punto de morir, pide a un personaje tan misterioso como él que vaya a buscar a su hija, que está en Shanghái; no puede cerrar los ojos a este mundo ver una vez más los de ella, a fin de que le recuerden quién es en realidad. Desde este mismo instante, la cinta se convierte en un tratado sobre la metafísica de la mirada, en relación con la memoria y la identidad. Pronto descubrirá el espectador que esta secuencia primera -cuyo contraluz inicial recuerda a algunos antológicos momentos de El espíritu de la colmena (1973)- pertenece a otro film, inconcluso, del director y escritor Miguel Garay (Manolo Solo) y que en ella se contiene el último plano que interpretase el mujeriego Julio Arenas (José Coronado) antes de su inesperada desaparición. Esta secuencia de un ficticio film nunca llevado a cabo, una referencia evidente y polisémica al gran proyecto truncado de Erice de adaptar El embrujo de Shanghái de Juan Marsé, no solo sitúa todo el metraje de Cerrar los ojos en clave de juego de espejos y puesta en abismo, sino que convierte el humus de un fracaso en el fruto suculento de otra obra madura. Erice (o, más bien, su arte) es un experto en esta paradójica habilidad para refulgir con mayor esplendor ante el fracaso aparente: quizás El sur (1983) nunca hubiera sido la obra que es si Elías Querejeta no se hubiera empeñado -para histórico enfrentamiento entre ambos hombres- en llevársela a Cannes cuando aún le faltaba, según Erice, la mitad del metraje. Convertir la falta y lo imperfecto en un bien aún mayor es un atributo divino, que Dios otorga a los pobres y a los magnánimos.
Tras esa primera secuencia aparece el hombre tras la cámara, Miguel Garay, convertido en detective inesperado en busca de su amigo Julio Arenas, así como el personaje de este debía buscar a la hija desaparecida del magnate sefardí en el film inconcluso de aquel. Sus pesquisas son la excusa para una serie de encuentros: con Ana (Ana Torrent), la hija de Arenas; con Max (Mario Pardo), de profesión cinéfilo existencial; con Lola (Soledad Villamil), antiguo amor compartido de los amigos Julio y Miguel; con sus vecinos del camping andaluz en el que vive, cercado por los macrocultivos, con Belén (María León), sanitaria del asilo de monjas regentado por sor Consuelo (Petra Martínez), y finalmente con Gardel, ese personaje entrañable y trágico que custodia, inconsciente, lo que queda de Julio Arenas. El film concluye reuniendo a casi todos estos personajes en una desvencijada sala de cine, para visionar la última secuencia de la película de Garay, en el intento de resucitar, a través del arte cinematográico -como ya hiciera en Ordet (1955) aquel Dreyer que con atino es mencionado- al desaparecido Arenas.
Cerrar los ojos anuda y sella la coherencia estética de la obra de Víctor Erice; le sirve como legado. Su cine pausado, del esmero, el encuentro y la nostalgia de todo lo bello que anida en el fondo del alma humana, palpita en cada fotograma del que muy probablemente sea su último largometraje. El intimismo de sus planos cortos, la precisión del verbo en sus diálogos, los padres ausentes y sus relaciones con sus hijas, a medio camino entre la admiración y el rechazo, reanudan a Cerrar los ojos las constantes estilísticas y temáticas de sus anteriores obras de ficción, a modo de fílmico decíamos ayer, como si no hubiese pasado el tiempo. La obra de Erice, con vigor constante a lo largo de los lustros, no decae; un privilegio de poquísimos artistas ciertos.
De entre las múltiples lecturas que puede suscitar una obra tan profundamente poética, tan rica y polisémica, este cronista propone la hipótesis de que el personaje de Julio Arenas sea trasunto del mismo cine; el cine como espectáculo del pueblo, el cine como arte inefable. El cine como lo concibe Max, que se queja de la imagen digital en su diálogo con Miguel, mientras rebusca entre las latas de celuloide los rollos de la película inconclusa de este. No es, por ello, baladí, que Julio desaparezca en aquellos años 90 en los que el vídeo obligó a cerrar tantísimas salas, ni que un director al modo de Erice como es Garay se haga en su búsqueda, por si el recuerdo de lo que fue consigue resucitarlo, por si el esplendor de una sala polvorienta obra el prodigio de traerlo de vuelta. Desde esta perspectiva, la oda al cine que es sin duda Cerrar los ojos adquiere un carácter elegíaco, convirtiéndose en cierto modo en un sonoro réquiem de la misma obra de Erice y del medio que la sustenta. Y, al mismo tiempo, es señal de la vitalidad de ambos, de su subsistencia indoblegable. Paradojas del arte con mayúsculas, rayano en lo divino.
Rubén de la Prida
https://youtu.be/l8Fb4So6IC0?si=7huPVppZ_rFx-MWT