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La Noche Devoró Al Mundo

Caratula de ""

Crítica

Público recomendado: adultos

Un género puede ser una hipoteca o suelo fértil en el que plantar algo nuevo. En La noche devora el mundo (2018) se reconoce la misma frescura con respecto al mundo de los zombis que la que atestiguamos hace años en Déjame entrar (2008) con respecto al universo vampírico. En aquella ocasión se trataba de una película sueca que mereció después una adaptación norteamericana (2010) que no consiguió sustanciar la magia de la primera, sin duda extraída de la jugosa novela de John Ajvide Lindqvist, a caballo entre el noir nórdico y el lumpen-proletariado vampírico.

En la producción que nos ocupa también es rastreable esa diversidad que da el simple hecho de no ser anglosajona, sino gala. Más allá de la globalizada Guerra Mundial Z (2013) -de la que la segunda entrega no para de retrasarse- en la que el estallido de la plaga se ambienta en varios lugares del mundo al unísono, es poco habitual que la epidemia zombi se presente en un ático de París. Y, contra lo que sucede en tantos filmes de este género, resulta tonificante que los hechos no sucedan en un centro comercial –El amanecer de los muertos (2004)-, en una casa solitaria –La noche de los muertos vivientes (1969)-, en un centro financiero –La tierra de los muertos vivientes (2005)- , en el plato de Gran Hermano –Dead Set (2008)- o en el Bar Winchester –Zombis party (2004)-, sino en una escalera de apartamentos de la capital francesa.

En este nuevo marco se nos presentan situaciones que apelan a los orígenes literarios del género en Soy leyenda (1954), de Richard Matheson, de la que se hizo una edulcorada versión con Will Smith (2007). Igual que en aquella historia visionaria, el escenario que se presenta en La noche que devora el mundo es el de que todos se han convertido en no-muertos excepto el protagonista, que se convierte en el único humano superviviente. Sam reconoce su sobrevenida rareza cuando afirma, “estar muerto es lo normal ahora”, de un modo muy similar a como Robert Neville, el médico alcohólico de Soy leyenda, acababa hablando de la normalidad de los monstruos en el nuevo mundo.

También resulta muy interesante la reflexión antropológica que atraviesa toda la trama acerca de la pertinencia e incluso la necesidad de la compañía en la vida del ser humano. Sam, un percusionista con cierta habilidad para organizarse e idear, se convierte, en un principio, en un perfecto Robinson Crusoe que se basta y sobra para vivir solo con una cierta dicha. Pero el paso del tiempo y las múltiples peripecias que pueden llegar a acaecer en una burda escalera asediada por muertos vivientes hará emerger la verdad: él también es esencialmente una relación con otro y su supervivencia sólo es posible si se convierte en una búsqueda de alguien.

Por todo esto, valiendo la pena ponerse a ver una peli de zombis en 2019: en este caso un monólogo audiovisual sobre la alteridad que grita dentro de cada uno de nosotros.

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