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Lo que arde

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +12

Creería que la escena clave del drama gallego Lo que arde (Oliver Laxe, 2019) es aquella en la que Amador (Amador Arias) y su madre, Benedicta (Benedicta Sánchez, ambos no profesionales, locales), conversan mirando los eucaliptos del Lugo rural. Amador dice que sus copas sobresalen por encima de los demás árboles, y que sus raíces, mucho más profundas que las de otros, conforman un tejido intrincado y denso que ahoga a otros árboles o plantas que quieran salir. “Son más malos que el demonio”, añade. “Si hacen sufrir”, responde la madre, “es porque sufren”.

Amador es un pirómano condenado a prisión que acaba de ser liberado, y decide volver a casa de su madre en Galicia, no se sabe si con intención de permanecer. Mientras algunos de los vecinos trabajan en la construcción de un par de casas para luego alquilarlas a los turistas, Amador ayuda a su madre con las labores que requieren más fuerza en la casa. Hay una tensión inseparable de las rutinas más mundanas, como cocinar, ordeñar, o dar un paseo, consecuencia de la imponencia de la naturaleza en las vidas de estos personajes. Y es que la cinta abre con los eucaliptos al viento, en un plano que mira al cielo como el que cierra, similar a una película de Kurosawa.

Este drama rural resulta visualmente sobrecogedor, trágico, grandioso. Una fuerza telúrica se desborda en la secuencia del fuego, fotografiada bastante de cerca, con lo cual se logra en el espectador esa suerte de hipnosis terrorífica que produce ver las llamas. La fotografía es de una claridad poderosísima, una que deja ver todos los detalles del paisaje y sus texturas, colores, temperaturas. Su ritmo entre el paso de las estaciones, de final del invierno al verano, es el de una quietud nerviosa, como la que podría sentir Amador, a la vez familiar y forastero, al volver a casa.

En un atrevimiento especularé que Laxe ha querido hablar de la futilidad de un eterno retorno: Amador volviendo a la tierra que antes arrasó el incendio, como si ardiendo todo, a través de la purificación del fuego, se pudiese volver a empezar. Pero lo que arde son los eucaliptos, cuyas raíces resilientes volverán a hacer crecer a los árboles, que entonces serán presa del fuego.

La tierra no sabe lamentarse, dice la poeta Louise Glück. Esa tierra no tiene marcas a la llegada de Amador. Todo ha vuelto a crecer, como si nada importante hubiese pasado: las raíces resisten o persisten en ser. Hay en la historia de esta vuelta a casa una intención de hacer tabula rasa. De inconformismo, porque sufre, y entonces hace sufrir: una treta para intentar justificar el daño hecho o por hacer. Muy a pesar de Amador (o de Laxe) el hacer sufrir, el hacer arder, es a la vez cruel y estéril, puesto que las raíces siguen allí: una vez que la tierra decide perder la memoria, dice Glück, el tiempo parece de algún modo no tener sentido. Y así es.

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