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Teresa II

Crítica

Público recomendado: +16

Sucede a veces, en la vida. Se anuncia la llegada una persona a la que se quiso mucho – el que fuera un buen amigo, un antiguo amor – quien, por las razones que fuera, se marchó lejos. La alegría del reencuentro, la evocación de los momentos compartidos, la ilusión de un nuevo diálogo, colorean los días anteriores, los marcan con el signo de una luminosa espera. Llegado, sin embargo, el ansiado momento, no se cumple la expectativa: el coloquio, que se esperaba cordial, deviene frío, acaso tenso; no se reconocen ya las marcas de la admiración de antaño; se ha perdido el brillo en los ojos de otro tiempo. No se sabe si el otro cambió o cambiamos nosotros; se certifica, en cualquier caso, que aparece ante nuestra alma como un extraño. Y estamos tentados, incluso, de recortar el tiempo del encuentro, de dejar volar la mente hacia otras latitudes que de él nos separen. A veces, en la vida, lo que sucede con las personas acontece también con las películas de los autores más venerados. Y a este cronista, que había descubierto a otros, maravillado por su fuerza, los dos primeros largometrajes de Paula Ortiz, que los había incluso analizado en las aulas de una universidad, Teresa se le antoja una obra dolorosamente fallida.

Es difícil poner el dedo en la llaga de lo que le falta a la película de Paula Ortiz para convertirse en la semblanza de Santa Teresa – y de su mística – que pretende ser. Quizás no sea tanto lo que le falta como lo que le sobra lo que da al traste con todo el conjunto, que parece no acabar de despegar nunca, que se queda en una sombra de lo que aspiraba a ser, de lo que podría haber sido. Le sobra, desde luego, una banda de ruidos cargada de efectismo – ese ¿viento? omnipresente –, en exceso artificiosa. Le sobra la cámara en mano, torpe aquí para expresar, como quizás intente, la zozobra interior de Teresa. Le sobra el actor que encarna esa zozobra – ese inquisidor maldito que todos llevamos dentro –, Asier Etxeandia, cuya interpretación no consigue complementar la de la titánica Blanca Portillo; demasiado abismo entre ellos. Le sobran algunos motivos visuales – esas llamas de los dedos de Teresa, ese recurso constante a los elementos, o la metáfora visual del cisne – bien lejanos en su poder evocador del ovillo rojo de De tu ventana a la mía (2011) o del caballo blanquinegro de La novia (2015), por poner dos ejemplos. Le sobra, en fin, metadiscurso poderoso pero inútil para describir la trascendencia de la experiencia mística.

No obstante su narración deslavazada y el resto de las rémoras referidas, se le deben reconocer al film de Paula Ortiz al menos tres virtudes que lo hacen digno de su visionado. La primera es el reto, raro para una realizadora contemporánea, de rodar en formato académico (1,37:1), que garantiza el predominio de los planos cortos, del rostro humano. Esta decisión estética – ya superada con éxito en Más allá del río y entre los árboles (2023) – subraya el segundo gran logro de la película: el de dar espacio a la actuación de la siempre impecable Blanca Portillo, excelente en el papel, lo mejor de la cinta. El tercer gran acierto, por último, lo constituyen ciertos planos – como aquel de Santa Teresa en su celda, o aquel otro de su oración elevada – que confirman que Paula Ortiz conserva intacta, pese a todo, una de sus mayores potencias: la de proveer al espectador de imágenes de insospechada fuerza, que le abren imaginarios nuevos.

Teresa es, en fin, un intento, digno de ser reconocido, de traspasar al cine la experiencia mística. El resultado, sin embargo, es todo un acuse de recibo de la práctica imposibilidad de representar en el audiovisual dicha experiencia. Y recuerda a las palabras de la propia Santa – de las que Juan Mayorga toma el título del texto que sirve de base al film – sobre su frustración para manifestarla en la lengua castellana. Teresa es cine, pero cine en pedazos.

Rubén de la Prida

https://youtu.be/27npvRbxHro?si=549iReLMWGnmQJ2V

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