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Teresa I

Crítica I

Publico recomendado: + 12

De la mano de Paula Ortiz nos llega una adaptación libre de la obra teatral de Juan Mayorga La lengua en pedazos, a su vez basada en el Libro de la Vida de santa Teresa.

Después de veintisiete años de monja en La Encarnación, Teresa ha fundado en Ávila el monasterio de San José, donde las monjas, no más de trece, vivirán la vocación con la mayor perfección posible. Allí recibe la visita de un inquisidor que ha venido para juzgarla, le lanza duras acusaciones y la somete a un severo interrogatorio. Teresa no tiene miedo del veredicto, pues no teme a la muerte, pero está viviendo momentos recios en su interior que la tienen desazonada. Quiere ser fiel a la voluntad del Señor y tiene dudas de si ella, pobre mujercilla, ha sabido interpretar sus deseos.

El inquisidor es un personaje simbólico, un reflejo oscuro de la misma Teresa, la némesis de sí misma en la que se concentran todos los ataques y oprobios que ha sufrido y sus propias dudas y angustias. El duelo dialéctico es apasionante porque en realidad se juega en el interior de Teresa. Cuando, en su libro, ella recuerda aquellos momentos de incertidumbre y contradicción, dice que le revolvió el demonio una batalla espiritual que le produjo una aflicción y oscuridad y tinieblas en el alma. Ese es el clima del diálogo entre ambos, Teresa y el inquisidor, su diablo interior.

«Decidme quién sois… –le insta el inquisidor– si es que sabéis quién sois». «¿Nunca dudáis, Teresa? –insiste con saña–». Ella no puede responder, porque está acongojada con toda una avalancha de dudas acerca de lo hecho para conseguir la fundación, tal vez desatinado, y porque se encuentra turbada por las contradicciones y persecuciones que sufre, tanto por la oposición de sus hermanas carmelitas como por la hostilidad de la ciudad.

Teresa no es dubitativa o irresoluta, pero siempre duda, porque es una mujer en búsqueda permanente, reflexiona y ora para discernir la voluntad del Señor. Y finalmente, en cuanto vislumbra un hilillo de luz, no se queda paralizada o expectante, sino que tiene el coraje de tomar una decisión, con determinada determinación.

La pugna entre Teresa y el inquisidor, con textos originales del Libro de la Vida, contemplada por la mirada poética de la cámara de Paula Ortiz se convierte en una experiencia cinematográfica emocional, de una belleza estética sensorial deslumbrante, en un ambiente onírico especular, reflejo de la realidad que vive Teresa. La cineasta no describe hechos de una trama argumental, sino que penetra hasta lo más profundo de la monja, donde habita un amor sin fisuras. Con su objetivo capta la fuerza de la poderosa imaginación de la santa, su sensibilidad y su apertura amorosa a lo inefable, y lo expresa en imágenes bellísimas, jugando con la luz, unos claroscuros preciosísimos, para ofrecernos un cuadro estético maravilloso, lleno de simbolismo.

Los «experimentos» estéticos de la directora, osados en ocasiones, están siempre llenos de sentido en esa expresión de la persona de Teresa de Jesús. Las tres Teresas –niña, joven y adulta– no se limitan a mostrar las etapas de una vida, son el reflejo de la persona de Teresa en su integridad, tal como ella se reconoce en el designio de Dios: «Vuestra soy, para vos nací». La cámara capta el transcurrir del tiempo a través de la evolución de los tres personajes, pero es para marcar una trascendencia espiritual: Teresa fue siempre de Jesús.

Las visiones y representaciones de la santa y sus experiencias más íntimas constituían, sin duda, un reto, porque hubiera sido muy fácil caer en la exageración o la caricatura. En su libro, Teresa describe la gracia que supuso para ella la visión del infierno, viendo el horror del que estaba librada por el infinito amor de Dios. Fue una auténtica catarsis humana y espiritual. Paula Ortiz se recrea en las imágenes de ambas dimensiones de esa visión: el temor y la liberación. Del mismo modo ha sabido expresar, con la belleza del mejor arte cinematográfico, los sentimientos de amor apasionado herido por las sequedades, cuando la santa se sentía quemar con fuego en el alma: pequeñas llamas vacilantes surgen de los dedos de Teresa y acaban envolviéndola totalmente.

El humo tiene también una función simbólica en la historia, cuando su alter ego lanza sombras de duda sobre sus decisiones y proyectos. Son bocanadas que salen de la pipa del inquisidor, que nublan la mirada y crean inquietud. Momentos recios los llamó ella. Con el mismo acierto, la directora se sirve del enclave sobrecogedor de unas minas de sal para representar la belleza del interior, la luz mágica que brilla en las tinieblas del corazón humano, allí donde hay un castillo todo de diamante.

La misma habilidad de la cineasta con la cámara (y con la pluma, puesto que es a su vez responsable del guion, con Javier García Arredondo y Juan Mayorga) demuestra con la dirección de actores. El trabajo actoral de Blanca Portillo y Asier Etxeandia es totalmente impecable, siempre bien secundados por el resto del reparto.

El tramo final de la película, en el marco majestuoso del claustro del monasterio de San Juan de la Peña es apoteósico. Toda la densidad de las visiones y experiencias místicas de Teresa se hacen etéreas e ingrávidas como vuelos hacia Dios. Se diría una danza del encuentro de amor entre Dios y el hombre, en la que toda Teresa, también el inquisidor, se eleva por encima de las dudas y las culpas. Al final, es su mismo lado oscuro, ya redimido, quien la sostiene para que no se abisme, porque para Teresa de Jesús «en la mayor contradicción está la ganancia».

En la grandiosidad de la naturaleza de ese monasterio labrado en la piedra, Teresa mira en silencio hacia lo alto mientras el inquisidor derrama lágrimas sanadoras, porque «donde la palabra ya no llega, cuando la lengua ya no puede porque está en pedazos, es solo el amor el que habla».

Paula Ortiz ha sabido captar bien al personaje, en lo que tiene de histórico y de atemporal. Teresa de Jesús tuvo crisis y dudas en su actuar, pero nunca le faltó la determinación de hacer la voluntad de Dios y de ser fiel a la Iglesia. Sus últimas palabras fueron «Al fin muero hija de la Iglesia». Esta conjunción entre fidelidad a lo esencial, poder de la imaginación para renovar y pasión para abrirse al amor infinito, todavía hoy nos produce una tal inquietud que muchos caen en la tentación de desfigurarla para callarla. Son los nuevos inquisidores que nos gritan amenazadores «¿qué palabras se dicen entre estos muros, qué palabras se leen?», son los nuevos inquisidores que, como a Teresa, nos avisan de que pueden «salvar nuestra alma o quemarla», todo depende de si nos ajustamos a su ideología o no, si adoptamos el pensamiento único o no.

Mariángeles Almacellas

https://youtu.be/NH5Ysp1WECU

 

 

 

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