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Cautivos

Caratula de "Cautivos" (2019) - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

Película estrenada en plataformas

La policía secreta húngara (Államvédelmi Hatóság o ÁVH) estuvo bajo el control del partido comunista liderado por Matvei Rákosi hasta 1953, año de la muerte de Stalin. Era común y sabido en Budapest y otras capitales del Este soviético que los golpes a la puerta de casa significaban que la policía secreta se llevaría a alguien. Los húngaros lo llamaban «el temor al timbre». El compositor ruso Dmitri Shostakóvich solía vestirse al oscurecer la tarde y sentarse junto a la puerta de casa con una maleta a la espera, noche tras noche, durante años, de que la policía del régimen le tocase la puerta, convencido de que le llevarían detenido tarde o temprano. El pintor húngaro Miklós Szüts vivió lo mismo, pero al revés: siendo un niño, la policía secreta entró en su casa y no dejó salir a nadie, reteniendo a todo aquel que llamase a la puerta.

Esta sencilla premisa es la que desarrolla el drama Cautivos (Kristóf Deák, 2019). En él, el contexto lo es todo. Por cuatro días de junio de 1951 cuatro miembros de la ÁVH se turnan para custodiar a la familia del pequeño. Ilona (Zsófia Szamosi), su madre, es quien tiene la llave de la caja de seguridad en su trabajo y es día de pago: su hermanastra, Sára (Eliza Sodró), es quien pide el favor a una vecina, Ella, que vaya a su casa a ver qué ha pasado con Ilona. Cuando de repente tampoco se sabe del paradero de Ella, la propia Sára decide ir a casa de su hermanastra. En cadena, van apareciendo los personajes en la casa tomada y son retenidos, y así, un nuevo allegado se pregunta dónde están, va a visitarles y cae preso de la ÁVH. En principio son siete adultos y dos niños los que permanecen en la casa; con el pasar de los días serán el doble. Se acaba el espacio, la comida y la paciencia. Las sospechas, acusaciones, secretos y delaciones están a la orden del día, como es costumbre en los totalitarismos. Eso sí, con una particularidad más de comunismos chapuceros como el de Hungría, Checoslovaquia o Venezuela: la constante torpeza y cretinez de los funcionarios, que no desmiente su condición de Estado del terror pero que sí da pie a situaciones parecidas a la comedia.

Rákosi, uno de esos muchos incompetentes con suerte, el «mini Stalin» húngaro, fue capturado durante la Primera Guerra Mundial, participó en el gobierno breve de Béla Kun, huyó a la Unión Soviética y, al volver a Hungría, fue capturado nuevamente. Tras salir a la Unión Soviética una vez más y volver a Hungría, esta vez con el Ejército Rojo para instaurar el nuevo gobierno soviético, es nombrado secretario general del Partido. Tras la muerte de Stalin, Tito haría que depusiesen a Rákosi como primer ministro para ser reemplazado por Imre Nagy, quien relajó los controles económicos y políticos hasta producirse la Revolución húngara de 1956, aplastada con la entrada de las tropas soviéticas a Budapest ese mismo año.

Filmada en mayor parte en una sola habitación, esta película para la televisión tiene colores opacos, lavados, una paleta apagada típica del bloque del Este alejada del entonces contemporáneo uso y abuso del saturado Technicolor hollywoodense. Cautivos tiene —a pesar del tono fuera de tono que le otorga la banda sonora y su desenlace inocuo—, una virtud y una sentencia, que son lo mismo: los regímenes comunistas emergen y perduran en gran parte gracias a que la mayoría de la gente elige seguir con sus rutinas diarias, como si nada estuviese mal, y solo cuando el régimen centra su atención nefasta en alguien cercano a ellos o en ellos mismos, es cuando sienten el peligro, tarde porque ya se ha cernido sobre todos.

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