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Club Zero

Crítica

Público recomendado: +18

[Aviso a navegantes: absténganse del visionado de este film e incluso de la lectura de esta crítica aquellas personas que padezcan algún tipo de desorden alimentario; es posible que el modo en el que están tratadas estas patologías en la película —descrito a continuación por medio de un ejemplo— resulte para tales pacientes, o incluso para sus familiares o amigos íntimos, doloroso y hasta dañino].

Club Zero tiene la extraña cualidad de ser una película cuyo clímax consiste en hacer al espectador testigo de cómo una adolescente bulímica, Elsa (Ksenia Devriendt) se introduce los dedos en la boca para provocar la náusea, vomita ante la cámara e ingiere luego su propio vómito. Se acuerda uno entonces de André Bazin, aquel grandísimo crítico, que decía que todo se puede representar en cine pero que algunos hechos (léase, por ejemplo, el asesinato) no deben ser documentales. El vómito en tiempo real de Devriendt estuvo a punto de expulsar a de la sala a este crítico, que sigue sorprendido de que nadie se fuera, lo que da una idea de la tolerancia a las imágenes abyectas que hemos desarrollado como espectadores.

Más allá de los límites de la mostración, tema apasionante donde los haya, no se sabe muy bien qué es Club Zero ni como definirla. La película se mueve de continuo en tierra de nadie, de tal modo que resulta más fácil enumerar lo que podría haber sido. Veamos: el film que nos ocupa podría haber sido una lúcida crítica de los intentos materialistas de generar paraísos terrenales, que desembocan irremediablemente en sucursales del infierno; podría haber sido un devastador y políticamente incorrecto retrato à la Ulrich Seidl (quien por cierto produce el film) de las nuevas religiones del wellness, la alimentación consciente o ambientalismo, con sus ritos y sus dogmas; podría haber sido una sutil comedia negra con tintes de Wes Anderson sobre una generación de adolescentes carentes del afecto de sus padres y, por tanto, altamente manipulables, carne de secta; podría haber sido una réplica al capitalismo agresivo de narcisismo sonriente; podría haber sido, al fin, una denuncia contra una sociedad de la imagen (deformada) que cataliza los trastornos de la alimentación, dejando por el camino los sueños y las identidades de tantos jóvenes.

Club Zero podría haber sido todo eso, pero se quedó en nada; a lo más, en una espectacular arcada de Jessica Hausner —una directora austriaca que apuntaba maneras, subrayo el pretérito— y en diez euros de fin de semana tirados a la basura.

Rubén de la Prida

https://youtu.be/AzxWBX8T4sc?si=eyoCxVa-0ftkS3Qw

 

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