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El glorioso caos de la vida

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Casi un año después de su paso por el Festival de Cine de Venecia, en el que compitió (sin muchas esperanzas) por el León de Oro, llega a nuestras pantallas Babyteeth, rebautizada aquí -de modo inexplicable- como El glorioso caos de la vida.

Hay que reconocer que la película tiene su encanto, a pesar de las nefastas críticas que ha cosechado. No en vano, Venecia no suele programar escoria y Babyteeth no es una excepción. El argumento comienza in medias res en una estación de tren, en la que se produce el inesperado encuentro entre Milla, interpretada por una equilibrada Eliza Scanlen -lo mejor de la película- y Moses, un Toby Wallace tras los pasos del malogrado Anton Yelchin. Lo que viene después es la historia del amor tortuoso entre una niña bien y un mequetrefe yonqui con un toque simpático. Nada nuevo bajo el sol. Los padres de ella por supuesto aceptan el vínculo a regañadientes, aunque están casi más ocupados con su particular culebrón afectivo-sexual que con el de su hija. Quien, para colmo de males, está enferma de cáncer. Dicho lo cual, se entiende que la película sería una buena candidata a telefilme vespertino de una tarde de verano, si no fuera porque está demasiado bien empaquetada. Los títulos sobreimpresos, la narración elíptica, las miradas a la cámara con que Eliza Scanlen pone al espectador de su lado, la ambigüedad temporal, el desvanecimiento de la frontera entre lo real y lo imaginario… Todo el envoltorio resulta muy indie, muy gafapasta y, por momentos, muy acertado, como en la secuencia de la discoteca. Pero no hay manera, poco se puede hacer con el nefasto guion de base, al cual, no obstante, se le debe reconocer un logro singular: que no trate de modo sensiblero la enfermedad de Milla. En ningún momento el espectador siempre lástima de ella, aunque sí compasión. Se le permite mirar su dolor, pero a la altura de los ojos. El equilibro que la cinta mantiene con la protagonista es, no obstante, una excepción. Todos los demás personajes, en su exceso patológico, dan pena. Se ciñen a esa regla no escrita del cine posmoderno, según la cual los caminos para buscar los deseos profundos el corazón -y sus buscadores mismos- son siempre extremos, anómalos, insanos. Teorema que se complementa con un corolario: como no hay nadie normal, se debe ser connivente con cualquier extravagancia propia y ajena. Parece que la elección de la psiquiatría como profesión del padre de Milla (Ben Mendelsohn), abanderado de esta postura, quisiera disipar toda duda sobre su cuestionable verdad.

Dicho todo lo cual, se plantea una interesante disyuntiva: o Shannon Murphy ha pecado de novata en su ópera prima, y es una directora novel con talento pero incapaz de filmar con éxito un guion nefasto, o se trata, simplemente, de una alumna aventajada de la escuela de cine, con un futuro en el gremio más corto que el idilio entre Moses y Milla. El tiempo la pondrá en su lugar.

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