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El maestro jardinero

Crítica

Público recomendado: +16

Si existe algo que merezca el nombre de cine cristiano, El maestro jardinero debería ocupar un lugar de honor entre sus títulos. No hablo aquí -¡cuidado!- de cine confesional, ni de cine propagandístico, sino de ese cine que tiene en su entraña las semillas de la Resurrección y que, por tanto, está convencido y resulta convincente de que no nos define el mal que hemos hecho, ni nuestro pecado, ni el de los demás. De que ni el pecado, ni el dolor, ni la muerte tienen la última palabra. De que el bien, la bondad y la belleza de Dios pueden imponerse en nuestras vidas, por fuerza de la atracción, a condición de que nos dejemos cautivar por ellos. Esa es, y no otra, la historia de Narvel.

Narvel Roth (magnífico Joel Edgerton, que soporta todo el peso del film) tiene un pasado más que turbio, que se va desvelando con cuentagotas con el transcurrir del metraje. Habiendo tocado fondo, en un momento trágico de su vida, decide cambiar de rumbo y acogerse a un programa de protección de testigos -después de delatar a sus compañeros en el crimen- que le lleva a ocultarse en Gracewood Gardens, un extenso complejo ajardinado posesión de Mrs. Havernill (Sigourney Weaver). La adinerada viuda ejerce sobre Narvel un notable poder en todos los sentidos; el horticultor, por su parte, vive en aquellos jardines una existencia poco menos que monacal, una suerte de penitencia luminosa por sus pecados pretéritos. A petición de Mrs. Havernill, Narvel se ocupará de la instrucción de su sobrina nieta Maya (sorprendente Quintessa Swindell) en el arte de la jardinería. Las dificultades de Maya para dejar de lado los conflictos que la han llevado a Gracewood será el catalizador que hará que emerjan sus secretos más recónditos. Y los de Narvel.

Si algo caracteriza el cine de Paul Schrader -ya sea como guionista o como director- es su certeza en la capacidad de redención de las personas; en que el ser humano es bendecido con la gracia de poder volver a empezar. Uno de sus personajes, incluso, el William Tell (Oscar Isaac) protagonista de su film anterior, El contador de cartas (The Card Counter, 2021) lleva la conciencia de esta gracia literalmente tatuada en el cuerpo. Los tatuajes de Narvel Roth, sin embargo, poblados de esvásticas, son bien distintos. Como él, uno puede conservar en el cuerpo y en el alma las marcas de vidas pasadas, y puede, simplemente, cubrirlas con ropas discretas o con una vida sencilla y marcada por la culpa, como es la de Narvel antes de conocer a Maya. Schrader, el viejo calvinista, conoce bien el paño: el de la culpa y el de los excesos, el de los pecados que pueden llevárselo a uno y a los demás por delante. Acaso precisamente por eso, por esa experiencia personal, en su cine nunca ha dejado de creer en el poder transformador del amor. Y, también por eso mismo, el clímax de la película es el primer encuentro sexual entre Narvel y Maya -rodado con exquisito pudor- en el que ella le pide a él que le enseñe los tatuajes y, una vez descubiertos, le hace prometer que se los quitará. Solo el amor verdadero, que abraza al otro con todo lo que es y con todo lo que fue, tiene ese poder de transformar la vida. Este principio, repetido muchas veces de modo irreal o ñoño, se vuelve, en las manos de Schrader -un experto en recorrer el camino de vuelta del hijo pródigo- creíble y terriblemente esperanzador. La esencia misma de un film delicado y poético que es como colirio para el alma. Puro cristianismo.

Rubén de la Prida

https://youtu.be/i9JF3BqOMQA

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