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El vendedor de tabaco

Caratula de ""

Crítica

Público recomendado: adultos

Austria, 1937. Franz Huchel (Simon Morzé), un joven de provincias, va a Viena para trabajar en el estanco de un conocido de su madre, Otto Trsnjek (Johannes Krisch). Alí conoce al doctor Sigmund Freud (Bruno Ganz), de cuya amistad nos habla esta película. Con el ascenso del nazismo de fondo, el muchacho descubrirá el placer, el amor y el horror del totalitarismo a través de su relación con el padre del psicoanálisis y un estanquero mutilado de guerra que, desde su pequeña tienda, defiende la libertad y la dignidad de la vieja Europa. En cada habano, en cada cigarrillo, vemos representado el “mundo de ayer” que Stefan Zweig celebró en su libro homónimo. Uno esperaría ver aparecer en cualquier momento a Joseph Roth por la puerta de ese estanco que resiste a los nazis.

A partir de una novela del exitoso escritor austriaco Robert Seethaler (Viena, 1966), su compatriota Nikolaus Leytner (Graz, 1957) ha tejido una red en la que hay varias acciones que se despliegan al mismo tiempo. La trama que da fama a su novela es la de Franz con Freud, pero tal vez la más profunda en esta película sea la del aprendiz con el maestro. Hay algo misterioso tras esa puerta del interior del local que no puede abrir. Hay algo extraño en esos sueños que Franz va escribiendo y pegando en la puerta del estanco a medida que los nazis se ciernen sobre Austria. Hay algo conmovedor en la dignidad con Trsnjek trata el tabaco, los cigarros y los puros. Otra historia es la de la madre, que se queda en la provincia y debe buscar la protección de un hombre para sobrevivir hasta que se cansa y se planta y pasa lo que uno se imagina, pero no ve. Otro relato es el de Viena, que es como un personaje de reparto presente por doquier en esos locales fuera del centro, en la tradición del teatro y el cabaré satírico que no basta para detener a Hitler, en las fiestas del barrio con su tiro al blanco y sus mesas comunes.

La fotografía de esta película es bellísima y desafía al espectador con su simbolismo y su sentido onírico. El agua, las alucinaciones, los mundos paralelos que pudieron existir y no lo hicieron. Por supuesto, Leytner no nos ahorra algunas escenas escabrosas – ¡es una película con Freud de por medio! – pero no desmerecen la estética cuidadísima del largometraje. Todo conduce al final dramático que, sin embargo, rehúye del sentimentalismo de otras obras de amistad entre un hombre mayor y otro más joven (por ejemplo, “El señor Ibrahim y las flores del Corán” (François Dupeyron, 2003).

Leytner propone todo un debate antropológico sobre la dignidad y la resistencia que representa hacer las cosas bien calladamente. El director celebra el heroísmo cotidiano de quien se opone a los nazis siendo fiel a sí mismo. Hay un sesgo posmoderno que niega que haya respuestas definitivas a las preguntas de la existencia, pero no niega la legitimidad de la búsqueda y, en cierto modo, hasta la afirma.

Es una película muy buena. No se la pierdan.

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