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El viejo roble

Crítica

Público recomendado: +16

El viejo roble es … viejo; un pub en el norte de Inglaterra, allá donde no llegan las armonías de Westminster ni los ecos de Oxford; el corazón de un antiguo y deprimido pueblo minero. Un hombre se afana en vano, en la segunda secuencia del film, por colocar sobre la puerta del establecimiento la K de Oak (roble, en inglés), que el paso del tiempo ha hecho ceder. Ese hombre es T.J. Ballantine, el héroe desconocido del film, interpretado por un asimismo desconocido Dave Turner, un grandísimo acierto de casting. Los años, las decepciones y el mirar de frente a la muerte no le han hecho perder el semblante pacífico, ni han disminuido la amplitud de su corazón, enorme como él, incapaz de intuir un enemigo en el otro. Así, ya desde la secuencia inaugural, lo veremos tratar de mediar ante sus vecinos, que reciben con enorme hostilidad un autobús cargado de refugiados sirios a los que el ayuntamiento – sin preguntar a los habitantes del lugar – ha dado asilo. Esa primera secuencia se construye sobre las fotos fijas con las que Yara (Ebla Mari, quien, aunque actriz profesional, resulta menos creíble y acertada que Turner) retrata su llegada al lugar. Fotos llenas de rostros violentos, fanáticos, agresivos, que son incapaces de ver el bien del otro y han creído la premisa capitalista de que solo es posible afirmarse a sí mismo, conservar lo propio, excluyendo al adversario, descartando al diferente. La cámara de Yara, rota por uno de los inmortalizados, será no solo la excusa del encuentro entre ella y T.J. que logrará volver a humanizar el pueblo. Será, también, el símbolo de esa capacidad, tan humana, de rescatar la esperanza en medio de una realidad amarga, ya sea a través de un objetivo, por medio de los pinceles que acarician un lienzo, interpretando las notas sobre un pentagrama, o con las palabras que inundan un folio vacío.

Ken Loach, casi nonagenario, se ha pasado toda la vida retratando, como Yara, esa parte esperanzada, la de la humanidad desnuda de los descartados, de los que Hannah Arendt definiera como los parias de mundo. Aquellos que, según la filósofa alemana y según Loach, al haberlo perdido todo, solo tienen al otro, solo les queda el privilegio de una humanidad particularmente cálida. No hace falta recordar a los lectores de Pantalla 90 cómo este punto de vista se alinea con el de los bienaventurados – los que sufren, los que lloran, los que sienten hambre y sed de justicia, atributos todos ellos constantes en los personajes del cineasta británico. Aquellos que, más allá de la lógica del mundo, más allá de la ideología, saben acoger sin juzgar, porque ven en el otro a un hermano y no a un contrincante. A pesar de ello, de este extraño privilegio, hasta en los antros más miserables se encuentran sujetos atados a las lógicas del poder, que tratan – T.J. dixit – de encontrar un chivo expiatorio debajo de ellos, para detonar sobre él la ira que sienten hacia los opresores de arriba. Pero es un error, que la filmografía de Loach, el comunista honesto y desencantado, denuncia con fuerza. Los últimos serán los primeros si, como decía Arendt, bajo la opresión a la que están sometidos se quiebran las barreras entre ellos. Y solo queda entonces la solidaridad a la altura de los ojos, impregnada de calor humano.

Es cierto que el guion de Paul Laverty – también autor de los textos de algunos de los trabajos más brillantes del último Loach, como El viento agita la cebada (The Wind That Shakes the Barley, 2006) o Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) – resulta esta vez más moralizante que en otras ocasiones, algo más maniqueo. Pero nada consigue deslucir la que posiblemente sea la despedida de uno de los grandes del séptimo arte, cuya cámara supo siempre escuchar, con oído finísimo, las preocupaciones de los hombres y mujeres de la calle, de las clases bajas, de los olvidados del capitalismo occidental. Quedará en nuestra retina el desfile de los estandartes con el que cierra el film, y que el propio T.J. liga – en un momento anterior del metraje – a la trascendencia, a unas raíces cristinas que siguen irradiando belleza y esperanza a creyentes y ateos, que siguen estando cerca de los últimos a los que Loach consagró su obra. Siempre podremos volver a bucear en ella cuando lo echemos de menos. Que lo echaremos.

Rubén de la Prida

https://youtu.be/qyyWtgUiMfI?si=xbtj1oSlglSljoOg

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