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En un lugar salvaje

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +16

Edee Holzer ha sufrido una tragedia familiar, que el espectador intuye aunque desconoce los detalles. La civilización y la sociedad son ahora para ella un territorio hostil del cual quiere evadirse totalmente. Con un cargamento de herramientas y víveres para sobrevivir, se retira a una cabaña destartalada, en una zona solitaria de difícil acceso, en las Montañas Rocosas, en el Estado de Wyoming. Dos escenas significativas señalan su estado de ánimo: suena su teléfono, en la pantalla ve el nombre de una persona muy cercana (tal vez su hermana) y, en lugar de responder, arroja el aparato a la basura; más tarde, da instrucciones para que alguien vaya a recoger el coche y el remolque de alquiler con el que ha accedido a ese paraje salvaje y se queda totalmente aislada, en ese lugar inhóspito, sin medio de transporte. Cualquier lazo de comunicación con el mundo está así cortado.

La vida ha dejado de tener ningún interés para ella y no quiere tener ninguna relación con los demás, solo sobrevivir ella sola “en un lugar salvaje”. Sin embargo, las latas de comida se agotan y ella no es una experta cazadora ni sabe tampoco pescar. La naturaleza es fértil y generosa, pero es también muy dura y agresiva. Hay que ser hábil y fuerte para enfrentarse a ella y, más aún, en solitario. Afortunadamente un cazador de la zona, Miguel Borrás, aparece por allí cuando Edee está ya a las puertas de la muerte.

Robin Wright está magnífica en su personaje. El contacto con la naturaleza no logra despertar en ella ningún sentimiento de pertenencia al mundo y a la humanidad, ni la fuerza terrible de los embates del crudo invierno le provocan ningún deseo de regresar a lugar seguro. Todo es desolación en su persona. Wright no lo cuenta, pero con sus gestos y sus miradas consigue transmitirnos su drama interior y su falta de aliciente para seguir viviendo. Damián Bichir, el Miguel Borrás de la historia, le da una buena réplica, en un personaje muy respetuoso y contenido, pero muy humano y con un gran sentido ético, sin caer en ningún momento en lo edulcorado.

En su debut como directora de largometraje, la misma Robin Wright nos ofrece una película solida, bien filmada, con una fotografía bellísima, y que consigue mantener la atención y el interés del espectador a pesar de los escasos diálogos. Los paisajes son imponentes, pero no es un film contemplativo sino introspectivo. La cámara no se recrea en las maravillas del entorno ni se detiene viendo como las sombras descienden sobre el bosque. A la noche le sigue el día sin solución de continuidad. Lo importante es el interior de Edee, esos instantes oníricos que nos hacen comprender cuánto amor había en su vida y cuán hondo debe de ser el vacío que ha dejado.

La soledad del hombre es buena cuando supone silencio interior para sobrecogerse ante lo grandioso de la existencia, pero la soledad de desarraigo, tal como la buscaba Edee, es contraria a su naturaleza. Romper las amarras de las relaciones humanas para alejarse de todo y de todos no hace sino agrandar el problema. Volverse sobre sí mismo para lamerse las ideas no es bálsamo para el corazón; al contrario, lo acaba secando. Edee podía huir de la gente, pero no de sí misma ni de la herida profunda que sangraba en su interior. Vivir es amar, y cuando se ha perdido el amor, la única salida es seguir amando aun con el dolor. Esta es la gran lección que nos deja la película.

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