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La hija eterna

Crítica

Público recomendado: +16

La londinense Joanna Hogg dirige una historia de fantasmas, que es lo mismo que decir una historia sobre la memoria y lo mismo que decir una historia de amor. En este caso se trata del amor entre madre e hija. El título del drama, La hija eterna (2022), alude a la voluntad casi desesperada de la hija sin hijos, Julie (Tilda Swinton, extraordinaria) de complacer, de hacer feliz a su madre, Rosalind (de nuevo, Tilda Swinton). Y de tratar de entender sus vivencias también, que es a lo que han ido de retiro a una casa de época en el campo inglés. Julie, cineasta, quiere acercarse a los recuerdos y emociones de su madre para hacer una película, y aprovecha que pronto será su cumpleaños para compartir este tiempo intimidad con ella. Sospechamos que es la misma Julie de las películas anteriores de Hogg (The souvenir, 2019 y The souvenir II, 2021), una suerte de alter-ego de la directora. Y así, como sobreimpresiones de personajes y memorias, está construida la cinta.

No pasa mucho, pero pasa todo: poco después de llegar a la casa (que ahora es un hotel) nos enteramos de que la escogieron porque Rosalind vivió allí de pequeña, un refugio de la guerra. Julie insiste en hacer que su madre esté lo más cómoda y complacida posible y Rosalind, amorosa, parece estarlo, salvo que no está compartiendo mayor información con su hija. La cineasta, insomne, trata de trabajar por el día mientras su madre descansa o recorre los jardines de la casa con Louis, un spaniel encantador. El ambiente enrarece. En el hotel, desde que llegamos, solo vemos a la irritable recepcionista (Carly-Sophia Davies), una chica joven que trabaja a regañadientes y que Julie ve irse todas las noches en un coche con quien asumimos es su novio. Se supone que hay otros huéspedes, pero nunca vemos a nadie. La noche en la que Louis escapa de la habitación aparece un empleado más, Bill (Joseph Mydell), quien ayuda a Julie a encontrar al perro (y a traer a colación otro fantasma: su difunta esposa). Y es que la casa, cubierta por una neblina espesa, llena de ventanas que se baten y suelos que crujen, crea el ambiente perfecto para dar a entender que estamos ante algo intangible, denso y frío como la niebla, que madre e hija pretenden que no existe entre ellas.

Un resplandor verde suele acompañar la oscuridad casi perenne de la casa incluso de día, y es una elección acertadísima. De entre los muertos (Hitchcock, 1958) tiene esa misma luz verduzca. Hogg vincula así dos historias sobre aquello que se busca, que acecha, además de la duplicidad de personajes: no solo Swinton interpreta a ambas mujeres, como de alguna manera hiciese Kim Novak, sino que vemos en esta elección el símbolo del deseo de Julie de dar con esa otra parte de sí que es su propia madre.

Pues la decisión de Hogg de filmar a Swinton en plano/contraplano sin hacerlas aparecer en el mismo artificialmente es la decisión de estilo que, creo, deja ver con más claridad el fondo de esta cinta de fantasmas: la división, de todo orden, que la hija tanto desea anular y que resulta insalvable por más que lo intente. Estamos aquí ante un ejercicio de memoria, como en Kane (Welles, 1941): la experiencia de Julie está construida en abismo, como un recuerdo que se quiere hacer cine, que se quiere hacer recuerdo, dentro y fuera de la ficción. Y la memoria que es la casa, ese otro personaje. Porque «eso es lo que hacen estas habitaciones», dice Rosalind, «conservan estas historias».

Narcisa García

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