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Los asesinos de la luna

Crítica

Público recomendado: +16

 

 

No hace falta defender a estas alturas el lugar de Martin Scorsese en la Historia del Cine. Desde los mismos albores de su filmografía, obras como Malas Calles (Mean Streets, 1973), Taxi Driver (1977) o Toro Salvaje (Raging Bull, 1981) fueron, de maneras diversas, revolucionarias; películas esencialmente innovadoras, que hicieron avanzar el lenguaje cinematográfico y, en algunos casos, determinaron su mismo devenir. La biografía de Scorsese había sido determinada, a su vez, por la Iglesia y por el cine. El pequeño Marty, incapaz de jugar con los otros niños debido a su naturaleza asmática y enfermiza, solo encontraba consuelo entre las velas de la Vieja Catedral de San Patricio o entre las butacas de una sala de proyecciones. Precisamente allí descubriría, por primera vez, que había estepas desconocidas para él; que el sol del desierto y el polvo de los caminos de las películas del Oeste -su primer amor- albergaban una realidad bien distinta de la que él había experimentado en las malas calles de Little Italy, en Manhattan. Sobre ellas cimentaría sólidamente su leyenda autoral, dedicando gran parte de sus primeros esfuerzos cinematográficos a hablar de lo que él conocía: del cine y el asfalto y el catolicismo atragantado; de los gánsteres sin glamour a los que solo podía esperar una muerte violenta o una irredenta vejez. Solo poco a poco su cine se fue abriendo a otros espacios y a otros tiempos: la Palestina del siglo I, el Hollywood de los locos años veinte, o las remotas montañas del Tíbet en las que nació el último Dalai Lama. Pero el Oeste americano y, por lo tanto, el género de los géneros -el wéstern- siempre se le habían resistido. Hasta Los asesinos de la luna.

Es fácil asociar las películas del Oeste con el arquetipo de los malvados indios y los vaqueros buenos; dos clichés que las convirtieron, desgraciadamente, en vehículo del blanqueamiento de uno de los mayores genocidios de la Historia: el acontecido durante la conquista de América del Norte. El padre fundador del género, John Ford, se dio cuenta de ello y decidió fusilar el mito en Centauros del desierto (The Searchers, 1956). A partir de entonces, el wéstern devino crepuscular; sus héroes, cansados, y los indios volvieron a ser representados como las víctimas que en realidad habían sido. En esta línea se mueve el film de Scorsese, al recuperar un episodio ampliamente olvidado: el de los miembros asesinados de la tribu de los Osange, un pueblo que tuvo la suerte -devenida maldición- de habitar tierras rezumantes de petróleo. No obstante, como no podía ser de otra manera, se trata de un wéstern netamente scorsesiano, scorsesiano hasta niveles químicamente puros. Un nuevo retrato de la cara B del sueño americano: la de la avaricia, la violencia y la hipocresía galopante de sonrisa falsa y cita bíblica. La de los inocentes que sufren y los tontos que se dejan embaucar… Y todo un sistema que mira para otro lado.

A fin de construir su tratado sobre la banalidad del mal, perfectamente encarnada en el rostro de Ernest Burkhardt -un Leonardo DiCaprio en el inopinado papel de imbécil- Scorsese juega la baza del tiempo. La primera mitad del extensísimo metraje de Los asesinos de la luna es pausada. Pero no se trata de un recreo inútil, ni de un exhibicionismo vacuo; ni siquiera del estancamiento innecesario que -a veces con razón- se les ha reprochado a algunos de los relatos del maestro italoamericano. Que Scorsese decida retrasar la aparición del sheriff de su wéstern -Tom White, a quien da vida el siempre espléndido Jesse Plemons- hasta casi la segunda hora de metraje tiene un sentido perfectamente calculado: el de mostrar que el descenso a los infiernos sucede poco a poco, lentamente. Que en un mundo dominado por caciques (o políticos) a la medida de William Hale (De Niro, más allá del bien y del mal) la única alternativa para el hombre honesto es la de no escuchar sus cantos de sirena y seguir el dictado de su conciencia. Aunque ello le suponga una muerte lenta y dolorosa como aquella a la que se expone Mollie, la india a quien da vida Lilly Gladstone, una actriz capaz de evocar mundos enteros con un par de mínimos gestos de su rostro.

En cierto modo, Los asesinos de la luna supone un punto de llegada del cine de Scorsese, a nivel tanto formal como temático. Estamos ante una obra dirigida con toda la sabiduría del maestro octogenario y con el pulso y el afán innovador de sus años de juventud. La última secuencia del film, completamente gratuita -con la gratuidad que suele ser la seña de identidad del gran cine- da cuenta de esta deliciosa creatividad. El propio Scorsese se inserta hábilmente como narrador al final de la misma. Y uno casi quisiera que ese postrero acto narrativo fuera una declaración de intenciones, y que Los asesinos de la luna fuera el legado de toda una vida tras las cámaras, en la conciencia de que será muy difícil levantar el listón una vez más. La otra alternativa es que este sumo sacerdote del cine -como lo denominó, con acierto, su amigo De Niro- vuelva a sacar, del fondo de su experta cámara, tesoros nuevos y viejos, y sorprenda a todos con una nueva gema con que decorar las estancias del séptimo arte.

Rubén de la Prida

https://youtu.be/HyyWd2XI1EE?feature=shared

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