Crítica
Público recomendado: +12
Entre las pequeñas sorpresas de estas señaladas fechas, el regalo de Reyes tiene un título particular: Los que se quedan, con el que invitar al espectador a disfrutar de un tipo de cinta con aroma a cine clásico. Esta producción ha sido dirigida por Alexander Payne que, con presupuestos reducidos en Estados Unidos, logra unos resultados excelentes, ofreciéndonos largometrajes tan interesantes como Entre copas (Óscar al mejor guion adaptado). En Los descendientes por el que obtuvo su segundo Óscar al mejor guion adaptado, que estaba protagonizada por George Clooney nos hablaba del perdón. Por otra parte, nos ha regalado cintas de gran belleza como Nebraska, en la que se contaba la relación entre padres e hijos cuando llegan las enfermedades degenerativas. Este realizador destaca por el profundo conocimiento que tiene del alma humana. Su único fiasco ha sido Una vida a lo grande, curiosamente, la cinta que contó con mayor cuantía económica y mejor reparto a priori con la presencia de Matt Damon.
El caso es que se estrena Los que se quedan, cuya historia gira en torno a un profesor muy exigente, que se tiene que quedar con una serie de alumnos huérfanos durante la quincena de vacaciones de Navidad.
La dirección de Alexander Payne, que bebe de las fuentes del cine clásico como Berlanga (del que conoce su cine y obras como Plácido y El verdugo), Chaplin, Coppola o Leo McCarey y su Dejad paso al mañana, es como siempre extraordinaria contando con el actor que le llevó al estrellato a Paul Giamatti y a la vez catapultó al actor a lugares insospechados. Pero también ha sabido aprovechar el talento de otros actores como la afroamericana Da´Vine Joy Randolph o el joven Dominic Sessa, formando un peculiar triángulo de amistad con tres personas que no tienen en principio nada en común.
El cineasta con guion de David Hemingson nos traslada a finales de los sesenta incluso a través de los títulos de crédito y con una deliciosa y delicada banda sonora de Mark Orton, acompañada de las canciones propias de la época, pero no las más conocidas. Este largometraje, calificado de comedia dramática, es un drama en toda regla, donde el cineasta es capaz de romper el tono con simpáticas escenas, cargadas de ternura en momentos puntuales. El director con guiños a El club de los poetas muertos y a las dos versiones de Adiós, Mr. Chips tiene la virtud de hacer crecer a unos personajes con pinta de perdedores, cuyos valores están por encima de los de triunfadores natos a costa de los demás tanto en la vida sentimental como en la profesional. Las historias de amor son breves, sutiles, elegantes, discretas y de una belleza singular. La producción está abierta a la trascendencia, aunque más desde el ángulo de la cultura afroamericana, pues la fe parece como más auténtica, un detalle ciertamente significativo, producto de las modas actuales.
La película invita a reflexionar sobre el significado de sobrevivir a la muerte de un hijo, así como del modo de superarlo. Una de las escenas más bonitas es aquella en la que perder, sirve para ganar, recordándonos a esas personas que dan la vida los unos por los otros, pues uno puede llegar a comprender la necesidad de abrirse al mundo para conocer nuevos horizontes mientras que otros pueden madurar, viendo que es lo que verdaderamente importa en la vida, intentando crecerse ante la adversidad. El final es abierto y transmite esperanza a pesar de presentar algunas escenas lacrimógenas.
Víctor Alvarado