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Miguel Ángel (El pecado)

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: + 18

Llega el estreno de la nueva película de Andrei Konchalovsky, un retrato muy personal de uno de los mayores genios de la historia del arte, Miguel Ángel.

Florencia, primeras décadas del siglo XVI. Aunque famoso y considerado un genio por sus contemporáneos, Michelangelo Buonarroti vive –según la interpretación de Konchalovsky- en la pobreza, agotado por su lucha para finalizar el techo de la Capilla Sixtina. Cuando su mecenas, el papa Julio II, fallece, Michelangelo se obsesiona por conseguir el mejor mármol para acabar su tumba.

Un artista a pie de cantera, trabajando tanto en los andamios de la Capilla Sixtina como en los apartamentos papales. Un retrato de un artista con un don inmenso, con su temperamento pasional, y con miedos, complejidades y disputas. Miedo de su propio talento, miedo a no llegar a poder pagar sus gastos, miedo a sus mecenas y patronos.

Miguel Ángel vive momentos de angustia y éxtasis de su genio creativo, con las dos familias nobles rivales disputándose su lealtad, que se pone a prueba cuando el Papa León X, de la familia Medici, accede al papado y le hace un nuevo encargo: la fachada de la basílica de San Lorenzo. Obligado a mentir con el fin de mantener los favores de ambas familias, Miguel Ángel es atormentado gradualmente por sospechas y alucinaciones que lo llevan a examinar su propia moral y sus dificultades artísticas.

Una película que incide más en los aspectos sucios, crueles y mundanos de la sociedad del primer mundo global, el que acababa de descubrir el Nuevo Mundo, el que evangelizó América y parte de Asia desde el empuje europeo, el que exportó el talento de Durero, Tiziano, Leonardo, Miguel Ángel, y tantos otros. Una película que no entiende que la belleza no es la mugre, que la espiritualidad y el conocimiento bíblico y la fe que movió a Miguel Ángel eran sinceras y profundas.

Lo único que me ha gustado de la propuesta de Konchalovsky es Miguel Ángel seleccionado en la cantera ese gran bloque de mármol informe que él ya veía qué iba a ser, con sus mejores proporciones, su anatomía y expresividad psicológica. El artefacto diseñado para moverlo, la fuerza física, el trabajo en conjunto, los cuerpos sudorosos. Lo demás rezuma un mundo chato y reduccionista al que le falta vuelo, respiración y la sublimidad verdadera del talento de Buonarrotti.

Lástima que se nos quede tan corto, siendo tan grande, tan humano y tan divino a la vez. Sin esas contraposiciones y polarizaciones que son propias de nuestra era. No convence. Quizá el pecado es este análisis reduccionista e incompleto, lleno de fantasmas y de polvo.

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