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Minari. Historia de mi familia

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +7

Cuántas veces se plantea en la vida, sin darse uno cuenta, un discurso venenoso: ahora no estamos bien, pero… Cuando tengamos una casa más grande. Cuando ganemos más dinero. Cuando los hijos nazcan. Cuando crezcan los niños. Sigue a esas frases, que encierran las condiciones de la supuesta felicidad, un demoledor entonces, que cierra herméticamente los sueños así planteados, hasta que la realidad -tan testaruda ella- se encarga de hacer que se diluyan de nuevo en la nada. Es humano y legítimo querer dar salida a los deseos del corazón, tratar de mejorar las circunstancias de los seres queridos. Pero puede suceder -sucede, de hecho, con demasiada frecuencia- que aquellos futuribles en los que se cifra la propia dicha no son más que escapatorias al momento presente, modos de anestesiar los retos que se plantean en el ahora.

La tentación es universal, y constituye el eje argumental en torno al cual se articula Minari. La película, basada en los recuerdos del propio director Lee Isaac Chung, relata los trabajos de una familia de inmigrantes surcoreanos en la América de Reagan. El padre, Jacob Yi (Steven Yeaun) persigue su particular versión del sueño americano, consistente en abastecer a algunos pequeños comerciantes de hortalizas y frutas típicamente coreanas, a fin de abandonar el tedioso trabajo de sexadores de pollos que realizan tanto él como su mujer Monica (Han Ye-ri). Ella está menos convencida del plan, además de molesta por las circunstancias que lo rodean, lo cual se convierte en una fuente inagotable de conflictos en el matrimonio. Para acabar de simplificar las cosas, Monica se empeña en traer de Corea a su madre (excelente Youn Yuh-jung) a vivir con ellos en la casa prefabricada en la que habitan en mitad de ninguna parte. Con estos mimbres -y los que faltan por desvelar en el visionado-, Chung podría haber hecho una crítica amarga de la sociedad de consumo, un drama lacrimógeno y sensiblero de sábado por la tarde, una sátira descarnada de la lucha de clases. Pero no le interesa, y toma una opción más inteligente: la de centrar el discurso en el personaje de David (inolvidable Alan Kim), enfermo y espontáneo benjamín del clan, cuyas emociones puras, palabras sin filtros y enternecedora presencia constituyen el centro de gravedad de la película. Chung retrata a sus personajes como son: testarudos, pesimistas, fanáticos, vagos, llenos de un sinfín de pequeños decepcionantes defectos. Lo revolucionario de la propuesta, sin embargo, consiste en no quedarse en ellos, sino en cubrirlos -que no disimularlos- bajo el manto cálido del afecto. Los propios personajes se juzgan entre ellos, y el espectador tiene la tentación de hacer otro tanto, pero tanto unos como otros acaban el metraje contagiados de la inocente mirada de ternura de David y su hermana Anne (Noel Kate).

Conviene, por tanto, celebrar, que Minari haya obtenido el premio a la mejor película extranjera en los recientes Globos de Oro, amén de bastantes otros galardones. Se sospecha que muchos le quedan aún por recibir a este film a modo de diamante: pequeño, resplandeciente y valiosísimo. Un alegato en favor de lo bueno en el corazón humano que revela, en su último plano, cuán próximas están la ética de la simpatía y la ética del regalo, simbolizadas ambas en el término coreano que da título a la cinta.

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