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Oppenheimer

Crítica

Público recomendado: +16

Christopher Nolan ha regresado. El padre de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, lo ha traído de vuelta. Después de la magnífica y pretenciosa Interstellar (2014), nada había sido lo mismo. Dunkerque (Dunkirk, 2017) resultó una cinta deslavazada; daba la impresión de que el cineasta británico no sabía qué película había querido rodar. El metraje estaba, además, dinamitado continuamente desde dentro por la insistente e insufrible banda sonora de Hans Zimmer, en la que fue su última colaboración con el director. Tenet (2020) posiblemente no la entendió ni el propio Nolan, y mucho menos su público. El respetable dio la espalda a ambas, que se estrellaron en la taquilla. La crítica las recibió con tibieza. Todo ello ya es pasado.

Con excelente criterio, Nolan regresa con Oppenheimer a un estilo de narración más clásico, más apto para el gran público que lo encumbró, más próximo al de El prestigio (The Prestige, 2006) y, sobre todo, El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008), joya de la corona de su trilogía de Batman, aún imbatible en números de taquilla y aclamación popular. A pesar de una estructura narrativa que trenza, de nuevo, tres líneas temporales distintas -añadiendo una cuarta al final del metraje- el británico deja aquí de lado su excesiva atención a los juegos con el tiempo del relato, ya presente en su ópera prima Memento (2000) y cada vez más obsesiva desde la enrevesadísima y genial Origen (Inception, 2010). El resultado es un film prodigiosamente bien narrado, que mantiene la tensión en todo momento, que se apodera del espectador en el minuto uno y no lo suelta hasta tres horas más tarde. Con excelente criterio, por tanto, Nolan ha querido lucirse. Podía hacerlo, y lo ha hecho, para satisfacción de todos.

El film que nos ocupa, en realidad, son dos, entrelazados entre sí a través de saltos en el tiempo comunes a modo de flashbacks y flashforwards. La primera parte -en la que se incoa ya la segunda- se concentra en el proceso de creación de la bomba atómica y en el caldo de cultivo sociopolítico que lo propició. Un momento histórico sometido a profundos cambios, que van desde la Segunda Guerra Mundial a los albores de la física cuántica, que el físico teórico Robert Oppenheimer (increíble Cillian Murphy) supo relacionar con un nuevo modo de ver el mundo, que implicaba no solo a la ciencia. También Picasso, Freud, Stravinski eran parte del cambio, más allá de las ecuaciones diferenciales. El clímax de esta primera parte, la detonación de la primera bomba atómica en Los Álamos, mantiene al espectador en vilo durante varios minutos. La apabullante componente visual de este fragmento -no generado por ordenador-, su prodigioso uso de la banda sonora y -aquí sí, de modo sutilísimo y magistral- su juego con la dilatación del tiempo narrativo serán sin duda estudiados en las escuelas de cine. La segunda parte, que puede resultar más ardua a algún espectador, se construye como una suerte de La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1928) a la Christopher Nolan, en la que el físico, debido a la envidia narcisista de uno de sus colaboradores, el almirante Lewis Strauss (un Robert Downey Jr. más allá del bien y del mal), es sometido a un kafkiano juicio-no-juicio por parte de aquel mismo sistema y aquellos mismos hombres a los que sirvió lealmente. Es en esta segunda parte, de corte más sereno, en la que Nolan abunda en otra de las constantes de su cine: las implicaciones éticas del progreso científico, la consciencia como campo de batalla del dilema moral. Y, como siempre, muestra a algún personaje tan perverso que es inasequible a este tipo de dudas: en este caso, además de Strauss, el mal moral se encarna en la figura del presidente Truman, a quien da vida el siempre impagable Gary Oldman, en un instante que sintetiza la total carencia de escrúpulos de buena parte de la clase política.

En resumen: Oppenheimer es una verdadera fiesta. A las memorables interpretaciones hay que sumarles la esmeradísima fotografía de Hoyte van Hoytema, la música de Ludwig Göransson -perfectamente maridada con las imágenes como corresponde a un festín fílmico de este calado- y el quirúrgico montaje de Jennifer Lame, capaz de armar todo el puzle sin que se noten las juntas. Un puzle moderado, sin embargo, que marca la madurez de un cineasta heredero de lo mejor de los clásicos, del Hitchcock y el Kubrick a los que tanto admira: la capacidad de hacer una obra de arte que sea, al mismo tiempo, un espectáculo capaz de llenar todas las butacas de una sala de cine. Un prodigio extrañísimo en la época de las precuelas, las secuelas, y otros productos fílmicos cortados por el mismo patrón y carentes de originalidad. Dios salve a Cristopher Nolan. Gente como él salvará el Cine con mayúsculas.

Rubén de la Prida

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