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París, distrito 13

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Si algo conseguía cautivar del cine de Jacques Audiard eran sus personajes imposibles: proscritos, marginados, sicarios, atravesados de una pasión arrolladora y, al mismo tiempo, construidos con una precisión milimétrica. A través de ellos, el galo se había mostrado capaz de conjugar una fisicidad casi tangible con una profundidad psicológica poco usual. Tómense como botón de muestra sus rotundos triunfos de crítica y público Un Profeta (Un prophète, 2009) y De óxido y hueso (De rouille et d’os, 2012). Estas premisas, además de la colaboración en el guion de Céline Sciamma (Retrato de una mujer en llamas), hacían esperar lo mejor de París, Distrito 13. Quizá por eso, el truncamiento de las expectativas es particularmente llamativo. Y doloroso.

Hasta este film que ahora se estrena, la filmografía de Jacques Audiard había sido una muestra del mejor cine posmoderno. Un cine de la “parte maldita” -como lo denomina el académico Gérard Imbert- y que, sin embargo, en su caso, no se agotaba en lo escabroso y lo duro de los conflictos narrados, sino que era capaz de mostrar cómo resiste en la persona, hasta en las situaciones más adversas, un núcleo de humanidad incorruptible. Dentro de este planteamiento, la incorrección política y un nada maquillado descenso a los infiernos de los protagonistas habían resultado factores ineludibles, al igual que la conciencia del mal moral, superable siempre a través del verdadero afecto, pero no escondido ni mitigado.

Buena parte de este andamio autoral parece desplomarse en París, Distrito 13, una cinta acomodada al nuevo código Hayes de lo políticamente correcto vigente en la industria del cine. Audiard se pliega a estos requerimientos del Zeitgeist -¿quién lo hubiera dicho, a la vista de sus películas anteriores?- y, al pagar este peaje, parece renunciar a sí mismo, deviniendo una suerte de aprendiz tardío y descafeinado de director de la Nouvelle Vague. Lejos está su último film de aquella “parte maldita” que era, a la vez, la parte gloriosa de su cine. En su buenismo repentino, Audiard pierde, incluso, la oportunidad de denunciar las durísimas condiciones de explotación y precariedad vigentes en la multimillonaria “industria” del porno online. Antes al contrario, el personaje de Amber Sweet (Jenny Beth) -una camgirl como arquetipo de mujer liberada- ofrece una versión coloreada del negocio de la prostitución en la era digital. La película no deja de poner el dedo en la llaga -eso sí, al menos eso- sobre la doble moral de una sociedad que, a la vez que consume porno, estigmatiza y denigra a las mismas mujeres que utiliza para su placer. No obstante, hasta el personaje de Amber Sweet carece de fuerza, de transgresión. Incluso ella está dulcificada –nomen est omen-, ajena al conflicto existencial, a la fuerza arrolladora que habitualmente desprendían los personajes de Audiard.

Alguna crítica, sin duda movida por la fotografía blanco y negro y la centralidad argumental de un voluble cuadrilátero amoroso, ha comparado París, Distrito 13 con el Manhattan (1979) de Woody Allen. Una relación de semejanza que parece poco justa si se considera que, a diferencia de la obra maestra de Allen y de los filmes anteriores de Audiard, la nueva cinta del galo amenaza con diluirse en las simas del olvido nada más abandonar la sala. Ojalá se recupere.

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