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R.M.N.

Caratula de "" () - Pantalla 90

Crítica

Público recomendado: +18

Matthias (Marin Grigore), tras golpear a su jefe luego de que este se refiriese a él como «gitano», abandona su trabajo en un matadero alemán en la víspera de la Navidad para volverse a su natal Transilvania. En el pueblo están su padre, Papa Otto (Andrei Finti), enfermo y necesitado de una resonancia magnética —RMN—; su hijo Rudi (Mark Blenyesi), traumatizado hasta la mudez por algo que ha visto en el bosque y que se rehúsa a revelar, y su mujer, Ana (Macrina Barladeanu), a cargo del niño, y que no quiere nada con Matthias puesto que es sabido que tiene una amante, Csilla (Judith State), directora de la gran empresa del pueblo, una panadería industrial.

Es a Matthias a quien seguimos. Luego de hacer cita con el médico para su padre y de visitar a su amante para hacerle saber que ha vuelto, intenta convencer al pequeño Rudi de que supere el miedo de irse a la escuela solo por el bosque. Empieza a hacerse costumbre para Matthias el salir armado, tanto con el niño como a casa de Csilla, donde deja un arma para que esta se proteja: los lugareños han amenazado de muerte a un par de empleados suyos extranjeros, y ella los defiende por haberlos contratado legalmente. A este punto y en adelante, seguiremos también a Csilla, pues la empresa corre peligro de ser boicoteada y arruinada. Mientras, hay osos: Transilvania tiene uno de los índices más altos de ataques de osos por habitante en Rumanía, una consecuencia del crecimiento desenfrenado tras la prohibición de su caza en 2016.

RMN (Cristian Mungiu, 2022) parece un thriller rural sobre el rechazo de lo foráneo, un poco al estilo de As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022) pero sin la tensión o el particularismo de esta. Digo parece porque es más que eso: es una película que insta a verla asegurando distancia, en gran angular, pues lo que hay en ella no es una riña entre vecinos pequeña y personal como en la cinta española, que también, sino la mentada radiografía de una Europa a escasos treinta años de haberse hecho la guerra. El rumano Mungiu (Historias de la edad de oro; 4 meses, 3 semanas, 2 días; Los exámenes), quien usualmente tiene buen humor, en esta cinta lo ha dejado un poco aparcado a favor de la documentalización de la puesta en escena y una mirada casi impasible, tal vez porque el comunismo sí que da risa y aquí ya no queda rastro de este, salvo en las continuas referencias a subvenciones y las políticas de fronteras abiertas de la UE. Esta mirada de Mungiu tiene eco en los personajes: en la resonancia magnética de Papa Otto, en el bosque, entre las casas se ve «algo malo», como afirma haber visto el pequeño Rudi.

La mejor de las escenas se da en el centro cultural del pueblo, un plano secuencia fijo de cerca de 17 minutos donde se lleva a cabo un asamblea para determinar qué hacer al respecto de los extranjeros contratados por la panadería. Los lugareños los quieren echar del pueblo, las empresarias los quieren mantener para poder optar a una subvención de la UE, los extranjeros quieren mantener su trabajo y Matthias, además de querer seguir acostándose con Csilla, solo está interesado en proteger a su padre e hijo: una suerte de Eneas de baja calaña, deshonroso y burdo (hay un momento en que lleva a su padre al hombro y a su hijo aferrado a su pierna) en esta nueva Troya, que es la misma de siempre. Puede que sea su mirada, en perpetua alerta para saber adónde apuntar su arma, la que contenga la clave de esta cinta. Pues el oso, como nuestro protagonista, y como este continente, es un animal de ciclos, y su poder reside en estar siempre alerta o profundamente dormido durante la hibernación. Así, su imagen representa la capacidad de regulación de los opuestos: violento y sosegado, territorial y accesible al mismo tiempo.

Narcisa García

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