Crítica

Público recomendado: +13

La vieja Rosario sostiene con astucia un humilde terreno en un pueblo manchego. La anciana mantiene dentro de su pobreza a su hijo Ofelio, vendiendo a escondidas una sal mezclada con ansiolíticos, que hurta a la seguridad social. El destino de esta localidad, cuyos adultos están vencidos por la ludopatía, cambiará cuando el pueblo salga a subasta y unos millonarios de origen chino hagan su oferta para comprar cada hectárea de la región.

La defensa del mundo rural, el sentido de esa España deshabitada, es algo que está en el centro de las grandes películas del cine español como Alcarrás o As Bestas. Desde luego no en la mente de los políticos más preocupados por las grandes coaliciones, o por ganas batallas electorales, aparentemente más urgentes que este tipo de cuestiones.

Estrenada el mismo viernes que Oppenheimer y Barbie, justo el mismo fin de semana de unas elecciones generales y con una distribución limitada a 19 cines en toda España, pocos acudirán a las salas de cine para ver Tierra de nuestras madres.

Esta historia escrita y dirigida con corazón por Liz Lobato, rodada en blanco y negro, en su mayoría con actores no profesionales, toca las fibras de nuestro recuerdo ante esta realidad rural que se extingue entre la vejez y el olvido. En clave de ese humor manchego que nos recuerda a José Luis Cuerda, la película tiene ritmo, belleza y personalidad propia. Se entiende que se haya llevado el Premio del Público del último Festival de Málaga.

Dentro de la extrañeza que personalmente me supone el personaje de Rosario, interpretada con las tablas de un actor emblemático como Saturnino García, la cinta es un alegato en favor de esa épica silente de una España rural donde los más ancianos parecen los más cuerdos por estar cargados de afecto, historia y sentido de pertenencia. Personajes de esa España vaciada que Lobato teme que pueda tornarse pronto en una España expropiada.

Nacho Álvarez O´Dogherty