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Euphoria

Público recomendado: +18

Si alguien está dispuesto a asomarse a la bola de cristal en la que se puede avizorar la juventud venidera, Euphoria (2019-), de la HBO, le da la oportunidad de vislumbrar el futuro en el presente. Una historia sobre adolescentes, exclusivamente para adultos, que no deja indiferente, porque muestra, sin ningún tipo de tapujo, qué sucede cuando los chicos crecen en familias rotas, con padres que sólo piensan en su autorrealización, en comunidades meramente basadas en el individualismo y en la clase social, y en una cultura que entroniza la banalidad del consumo como única vía para la felicidad.

Basada en una teleserie israelí, como es el caso de la exitosa Homeland (2011-), Euphoria es una fantástica producción hilvanada en una fotografía oscura y fantasmagórica que parece suceder en la entrevela del politoxicómano, entre el sueño y la vigilia, entre el subidón y el coma, con una imagen videoclipera que no deja espacio al aburrimiento, aunque sí al estupor y al sobrecogimiento, especialmente si se es padre de familia.

La protagonista es Rue Bennett –interpretada muy solventemente por Zendaya, con su elegante porte publicitario de juguete roto-, una quinceañera con una hermana cuya madre ha sido abandonada por su padre. Viven en una urbanización de clase media a las afueras de una ciudad norteamericana que podría ser Los Ángeles. En ella hay una herida que no se sabe bien de dónde sale y que tiene que ver con un insondable vacío existencial, con un deseo de ser amada que ella sabe que no va a encontrar respuesta en el mundo en el que vive, donde nadie se sacrifica por nadie.

Tiene lo que parece un trastorno límite de personalidad y una adicción a las drogas que la hace sufrir sobredosis y visitar centros de desintoxicación desde muy temprana edad. Y lo más inquietante de todo es el panorama que la rodea. Ni en casa ni en el instituto hay presencia adulta alguna que permita soñar siquiera la posibilidad de vivir humanamente más allá de los veinte. Lo cual hace que todos los personajes, mayores y adolescentes, parezcan huir de la conciencia como burda estrategia para esquivar el dolor. Y en esa huida hieren, y de qué modo, a los que les rodean.

Sexualidades adultas desbocadas, compulsivas e infelices; chicos practicando sexo y confundiéndolo con el poder, en citas prácticamente a ciegas vía Tinder; perversiones, aberraciones, auto-agresiones, niños camellos tatuados y armados, consumo generalizado de opiáceos, de excitantes, de anabolizantes, de hormonas, de analgésicos, pastillas de todos los colores y con todos los efectos en una especie de farmacopea posmoderna de las emociones.

Inesperadamente, en este suburbio de la burguesía estadounidense, el gonzo de Miedo y Asco en Las Vegas pasa a democratizarse, se muestra como un desierto sin amor que intenta ser divertido, donde lo humano pierde su rostro y se auto-exhibe desinhibido y como esencialmente huérfano. Todo recubierto por la fachada de bienestar de la clase media, en una versión de American Beauty (1999) macerada en fentanilo.

En suma, una teleserie en la que uno entiende un poco mejor al hombre de hoy y lo que sucede cuando se imagina a sí mismo viviendo en un mundo sin amor, en el que nada resiste el embate del tiempo. Sobrecogedora.

3,5 estrellas

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