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Festival de Berlín 2022: Crónica española

Habría que remontarse al año 2009 para encontrar el último Oso de Oro con acento español, a saber, el que obtuvo la realizadora peruana Claudia Llosa por La teta asustada. Mucho más lejano, sin embrago, quedaba el momento en el que el máximo galardón de la Berlinale aterrizaba en nuestro país: fue en 1983, de la mano del recientemente fallecido Mario Camus, quien se alzó con la estatuilla por la soberbia La colmena. Se debe celebrar, por ello, que Carla Simón haya conquistado Berlín -casi cuarenta años después que el realizador cántabro- con su película Alcarrás y que, de paso, haya contribuido a subrayar la relevancia del cine español en el panorama cinematográfico mundial. Por un lado, el premio consagra a la joven realizadora catalana, cuya ópera prima Estiu 1993 derrochaba ya delicadeza y solidez al mismo tiempo, por lo que cosechó una ovación prácticamente unánime por parte de la crítica. Por otra parte, el Oso de Oro concedido a Alcarrás viene a confirmar que lo mejor del cine español se encuentra en estos momentos en manos de mujeres talentosas. Quizá siempre fue así: ahí están Josefina Molina, Pilar Miró o Icíar Bollaín, que han dirigido algunas de las mejores películas de la historia de nuestro cine y que, de modo inexplicable, han sido en buen modo ignoradas. O, cuanto menos, eclipsadas por los Almodóvares de turno, autoproclamados defensores e intérpretes autorizados de la sensibilidad femenina. Quizá les haya escocido el premio de Simón, que ellos nunca alcanzaron.

Sea como fuere, aparte de la consagración de Carla Simón y, por extensión, del cine español hecho por mujeres, al menos otras tres circunstancias en torno a la septuagésimo segunda edición de la Berlinale quedarán para el recuerdo. Una, las colas matutinas de críticos esperando su turno para el test de antígenos diario, una de las condiciones sine qua non derivadas de la Covid para poder acceder a los lugares de proyección. Dos, el mejor logo del Festival en mucho tiempo. Y tres, acaso la Sección Oficial con mayor variedad y calidad de los últimos años. Dejamos a médicos, políticos y diseñadores gráficos los dos primeros puntos, para concentrarnos en el tercero. Que de eso se trata -o debería, al menos, tratarse- en uno de los Festivales más importantes del mundo: del Cine, con mayúsculas. De lo que mueve el séptimo arte, de lo que lo mantiene vivo. Y ese algo no puede ser, en el fondo, otra cosa que el hombre mismo y las relaciones humanas. Si bien esto siempre es así, parece como si la presente edición hubiera querido subrayar especialmente la relevancia de los vínculos interpersonales. Eso sí, nivelando modos de estar en el mundo y de ver al otro bien distintos entre sí, y dejando al público y a la crítica la tarea de examinarlo todo y quedarse con lo bueno.

El abajo firmante, habiendo visto un total de diez de los dieciocho filmes en competición por el Oso de Oro, se atrevería a proponer un podio parcial presidido por la rabiosamente ovacionada La Ligne, de la suiza Ursula Maier. La cinta se centra en las figuras de cuatro mujeres (una madre y sus tres hijas), cada una en representación de uno de los amores que definiera C.S. Lewis y de un tipo distinto de relación de pareja, aunque la presencia de los respectivos varones vinculados a ellas es casi testimonial. Se trata de un filme riquísimo en su atrevida representación del universo femenino y de la complejidad de las relaciones interpersonales, magnífico en su sorprendente y lograda hibridación de géneros. Una joya a la que sigue en rango Yin Ru Chen Yan, de Ruiju Li, que se podría titular como -y tiene mucho en común con- el magnífico libro de Jacques Philippe sobre las bienaventuranzas: La felicidad donde no se espera. Ciertamente, a nuestra mentalidad occidental le chirría la sola idea del matrimonio de conveniencia. A pesar de ser ello, el realizador chino convence al mostrar una historia contemplativa sobre dos personas que, una vez juntas por imperativos familiares, deciden, sencillamente, tratarse bien, y acaban por desarrollar un vínculo de vida sólido y verdadero. Un planteamiento que colisiona de lleno con los postulados de la época Tinder y la volubilidad indiscriminada en las relaciones de pareja, y que evidencia sin estridencias que quizá haya otros modelos de amar que corresponden mejor a nuestra naturaleza humana. Contrasta con el film anterior Avec amour et acharnement, la excelente propuesta de Claire Denis protagonizada por Vincent Lindon y Juliette Binoche. No extraña que la realizadora gala se haya alzado con el Oso de Plata a la mejor dirección: el film resulta soberbio en lo formal y profundo en su indagación de los mecanismos de la infidelidad -sobre todo afectiva, aunque no solo- de una pareja de mediana edad en la que uno de los miembros es incapaz de olvidar a su anterior cónyuge. Se trata de una propuesta diametralmente opuesta aunque complementaria a la del realizador chino, con la que configura un díptico que mueve a la reflexión sobre diversas modalidades de pareja y las exigencias que conllevan sobre los demás y sobre la vida misma. En el capítulo dedicado a la exploración de las relaciones sentimentales no solo se encuentran estos dos filmes, pertenecientes a lo más exquisito de la Sección Oficial, sino también los dos mayores fiascos de la misma: la ridícula cinta A E I O U – Das schnelle Alphabet der Liebe, en la que una señora se enamora del modo más cursi y tóxico imaginable de un chaval al que cuadruplica la edad y el film encargado de la inauguración del Festival, Peter von Kant, nuevo tropezón de un François Ozon, al que se le continúa concediendo un crédito que acaso no merezca.

Entre los dos polos definidos por las cinco películas anteriores se encuentran las otras cinco, que van de las formas más clásicas al discurso más inusual. Destaca entre las primeras Rabiye Kurnaz vs. George W. Bush, una comedia bastante lograda -salvo en su tramo final- sobre un tema bien serio: la vejación de los derechos humanos de los presos de Guantánamo. Su modo de entretejer la realidad y la ficción, lo cómico y lo trágico, lo histórico y lo actual, ha hecho merecedora del Oso de Plata en su categoría a la guionista Laila Stieler. El quicio de la cinta es la antiheroica matriarca turca Rabiye Kurnaz (soberbia Meltem Kaptan, ganadora del galardón a la mejor interpretación) quien, de la mano del abogado Bernhard Docke (Alexander Scheer) defenderá la inocencia de su hijo, detenido en Afganistán y deportado a la citada base militar. Asimismo, formas predominantemente usuales -aunque con un sabroso regusto a In the Mood for Love (Wong Kar-Wai, 2000)- presenta el film Nana, de la realizadora indonesia Kamila Andini, quien ahonda en una historia de amores imposibles durante la transición de su archipiélago natal al régimen comunista, en 1966. Más extraña en su antinarración se antoja Manto de gemas, de la mexicana Natalia López, que cuenta de modo irregular -demasiada elipsis para tan poco fondo- una sórdida historia de secuestros, mafias y asesinatos; no le falta alguna imagen para el recuerdo, pero el conjunto se antoja endeble, a pesar de haber obtenido el Premio Especial del jurado. Inusitada fuerza, por contra, presenta Rimini, el nuevo film del austriaco Ulrich Seidl, quien abandona sus trabajos documentales de los últimos años para volver a la ficción, con la historia de Richie Bravo (extraordinario Michael Thomas), un cantante de schlager venido a menos que se gana la vida a partes iguales entre conciertos de medio pelo y encargos de gigoló para clientas entradas en años. La vida de Richie se complica aún más cuando entra en juego su hija, quien lo manipula emocionalmente a fin de conseguir dinero. Con estos mimbres, Seidl hace lo que mejor sabe hacer: explorar los abismos del alma humana, pero no cualesquiera abismos, sino los más cutres, casposos y pusilánimes. Una muestra más de ethica sine aesthetica, de genialidad discursiva al servicio del más crudo nihilismo. El premio a la rareza, no obstante, se lo lleva sin duda Everything Will Be OK, un distópico ensayo audiovisual filmado en base a dioramas inanimados (¡!) que hará las delicias de los estudiosos de la forma cinematográfica y que ha sido galardonado con el Oso de Plata a la mejor contribución artística. Un premio que no sorprende, en tanto que se trata de una pieza que corresponde más a la sala de un museo que a la de un cine.

Desgraciadamente, no están entre las diez películas reseñadas las dos españolas a competición en la Sección Oficial, a saber, Un año, una noche, de Isaki Lacuesta, y la triunfadora Alcarrás de Carla Simón, con la que abre esta crónica. Afortunadamente, el que suscribe sí pudo acudir al pase de Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa -otra directora joven y talentosa-, sobre las dificultades -objetivas e inventadas- de la generación millenial y aquellas otras, bien distintas, que afectaron a sus padres. Una película valiente sobre sobre las relaciones familiares y los vínculos líquidos en un tiempo desquiciado e inseguro. A pesar de su temática, contra todo pronóstico, el film logra insuflar optimismo y ternura en el espectador, gracias a un planteamiento resumido por la madre de la familia protagonista: “a veces somos felices y no nos damos cuenta”. Nada que añadir. A no ser la certeza de que, mientras que el cine nos siga legando relatos como este, o como algunos de los arriba citados, seguirá siendo un arte privilegiado para la comprensión de nuestra propia humanidad y del mundo que nos rodea.

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